12 diciembre 2012

El leño que lloraba.




Era un leño de tantos apilados en la lumbre, que ardía y ardía.
Era un leño verde, aún con vida.
Eran los años cincuenta.
Aquella mañana comenzaban a caer unos copos ralos de nieve y mi madre, como cada día, apiló la leña en la chimenea para preparar el desayuno. En la parte inferior, escoba seca a modo de yesca, encima palitroques secos y sobre estos, palos más gruesos, unos secos y otros aún verdes, y entre ellos papeles de periódico para avivar la llama.
Prendida la escoba, la llama irrumpió con fuerza entre los intersticios y alcanzó los leños verdes. Estos se resistían a sucumbir al fuego pero mi madre sopló con el fuelle hasta que la llama hizo mella y la leña verde comenzó a arder, aunque lentamente. En la boca de la chimenea, el humo expulsaba los copos de nieve aventureros que, transformados en vapor, seguían un nuevo rumbo. Las brasas se amontonaban en el suelo y mi madre arrimó el puchero de barro con agua para el café.
Permanecí un rato observando un tronco verde cuya llama partía del centro y se extendía irremisiblemente hacia los extremos. La savia que aún contenía escapaba de la quema, nunca mejor dicho, hacia el extremo. Pero la llama avanzaba sin piedad y el líquido de este leño con vida escapaba hacia la punta, y allí vomitaba espuma como el toro que agoniza en la plaza. Y la llama avanzó, y tras la espuma, el líquido acosado hasta su último reducto se transformó en gotas que, como lagrimones escurridizos se precipitaron al vacío.
Otra parte del líquido encontró otra escapatoria al transformarse en vapor y huir chimenea arriba.
Yo seguía el expiar lento pero irremisible del leño, y me daban ganas de apagar al fuego para que no sufriera, pero luego pensé que tendría que apagar varios y me quedaría sin desayunar. “Y qué culpa tiene el leño de sufrir, me dije, será que la vida es también eso.”Me resistía a admitirlo mientras la llama estaba ya a punto de alcanzar el último trozo con vida; y el palo lloraba casi en silencio, y el gemido se hacía cada vez más intenso. Cuando la llama se acercó a la punta y ya todo el leño pasaría a mejor vida, en un último suspiro desgarrador lanzó un silbido, un piiiiiiiiiiiiiiiii, casi interminable. Era el adiós a este mundo en un último estertor como un fogonazo a presión, escupiendo una llamarada rígida, azulada, verde y amarilla que envolvía el líquido atrapado en un torbellino debatiendose  en una confusa y desesperada unión.
La resistencia de la vida acabó cuando por fin la llama lo convirtió en brasa para que yo pudiera desayunar, porque mi madre arrimó un poco más el puchero con el café que estaba a punto de ebullición. Levantó la tapadera del puchero,cogió con las tenazas una brasa  y la dejó caer dentro. Un súbito hervor irrumpió con estrépito como la erupción de un volcán, y el vapor quedó aprisionado en el puchero al taparlo. Al poco rato mi madre retiró la brasa carbonizada y me sirvió el café.
-¡Qué café más rico con la brasa!, madre.
Atenta como siempre me miró complacida.
Yo seguí degustando el café pensando, sin embargo, en la agonía del leño que se sacrificó para que yo disfrutara de los placeres de esta vida, mientras afuera la nieve seguía cayendo mansamente.

Félix.







5 comentarios:

Anónimo dijo...

El afilgido llanto del leño que Félix observaba en el fuego de su hogar y tantos y tan gratos nostálgicos recuerdos tenemos todos de él en nuestra zarceña infancia, me ha acompañado a lo largo de mi peregrina vida, retrotayéndome la lectura de este entrañable relato a tantos y tan ilusionantes momentos imitando a Félix contemplando el fluír del burbujeo en el extremo del leño que aportaría el calor para que su madre hiciera el sabroso café al tizón que tantas veces hemos saboreado los niños de aquel tiempo y nos sabía a gloria bendita.
Se agradece que alguie te traiga a colación aquel momento tan grato como entrañable, y tan olvidado ha quedado en el tiempo como desfasado en la actualidad.
Es un tema-recuerdo que se mete en lo más hondo del ser y te ilusiona, es la esencia de una infancia vivida diferente a la actualida, pero que yo personalmente no la cambiaría por nada.
Muy bien, Félix, muy acertado en la elección y muy logrado el tema.
Un abrazo. Luis

Manuel dijo...

¡JO, tío! Escribes, describes, revives, comentas, relatas, recuerdas cada día mejor.
Has hecho bien, en esta ocasión, no acompañar imagen alguna. No es necesaria. Describes tan requetebién que de tu relato, van surgiendo las imágenes de nuestra infancia, vivas, chisporroteantes, humeantes, oliendo a humo. Lo estoy notando ahora mismo; me huele a humo de lumbre. ¡JO, tío!
Aquel leño estaba destinado a calentar el agua de tu desayuno, para que crecieras y luego más tarde, un día especial, el 12.12.12, lo recordaras en este relato-homenaje
por lo que sufrió al proporcionarte calor, café de brasa y una lección de vida con recuerdos de una infancia zarceña, la nuestra, que gracias a los blogueros que tenemos por aquí no morirá nunca.
-Manolo-

Anónimo dijo...

Mi querido primo: la descripción que haces del leño ardiendo en la chimenea es una gozada, que bien lo describes Félix, yo gozo un montón y me recreo treméndamente leyéndolo, te transporta totalmente a los años aquellos en que se disfrutabay mucho de aquellos quehaceres que nuestra tecnología avance en el tiempo nos a privado, como dice Manolo mientras vas leyendo revives con una realidad pasmosa la lumbre en la chjimenea con el humo que se escapaba y más de una vez te hacía tener que frotarte los ojos llorosos, el olorcito tan rebueno que salía del puchero, esa descripción del tronco retorciéndose al ser abrazado por las llamas etc..etc... describes con una elegancia y realismo cualquier situación cotidiana, que nos haces disfrutar .Gracias Félix.
Un abrazo grandote.

Anónimo dijo...

"Pero la llama avanzaba sin piedad y el líquido de este leño con vida escapaba hacia la punta, y allí vomitaba espuma como el toro que agoniza en la plaza. Y la llama avanzó, y tras la espuma, el líquido acosado hasta su último reducto se transformó en gotas que, como lagrimones escurridizos se precipitaron al vacío".
Muy bueno, con tus palabras consigues humanizar ese tronco de leña que describes sacrificándose para proporcionarte un buen café.
Ese tronco una vez ha logrado su finalidad, expira con ese silbido de despedida como la exhalación del final de su existencia.
Amigo Félix, aquí se ve claramente- como tú y yo hemos hablado- que lo importante en la escritura no es en sí lo que se cuenta sino cómo se cuenta. Este relato, tiene tu aroma narrativo y el sabor rural del que siempre nos haces partícipes. Un abrazo. Salva

Anónimo dijo...

Veo que hemos conectado todos con esa lumbre que en invierno era casi tan necesaria como la comida.Yo como dices, Luis, tampoco cambio mi infancia por nada,aunque una cosa si que la cambiaria por la vida actual,y eran aquellos dolores de muelas insufribles que al cabo del tiempo el destista acababa "arrancandola"como se arranca una zanahoria.Y los sabañones,aunque eran más soportables tambien tenian su aquel.Para eso al menos el progreso ha servido de algo.Pero el progreso ha traido tambien innumerables problemas.En fin,que no hay nada como una buena lumbre en la chimenea,con el puchero de la comida,y la tertulia en torno a ella. Un abrazo. Félix.