03 enero 2018

La noche de la Nochevieja


 

 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Eran las ocho de la noche en mi pueblo. La luna alta, casi Llena, avanzaba alumbrando los recovecos incitando al paseo nocturno.
La tarde había sido lluviosa y aproveché este cielo despejado para dar un paseo por todas las calles del pueblo para disfrutar del presente, recordar otra época, y abrir también el apetito para la cena suculenta que suele aguardar en semejante noche.
Salí de casa con anorak y gorro, pues soplaba una brisa que te sacaba los coloretes en la cara. Subí a la loma del Cotorro, oteé el pueblo, sus luces blancas mostraban la extensión de un extremo a otro; casi un kilómetro. Todo era silencio. Olía a humo hogareño que vomitaban algunas chimeneas. Bajé la cuesta del Cotorro, llegué al merendero-parque de Vallito Redondo. Silencio. Tampoco había agua en el tramo de laguna, otros años incubando las ranas y alguna vez cubierta de carámbano. Pasé por la puerta de Pacho, abandonada a su suerte, giré a la izquierda calle Camino Milano, casas cerradas, sin nadie, solo en  la última relumbraba la  luz  que Dolores mantenía viva cual  linterna  en un bosque oscuro.

Este fue mi barrio de infancia. Atrás quedaban las casas cerradas y frías de los dueños que fueron y que ya no son de este mundo: La casa de doña Daniela, la maestra, la de Santiago “el herrero”, la de La Emilia y José, la del tío David, la dela tía Manuela y José, donde me refugié una noche de verano siendo crio, porque hui de mi casa al ver dos ratones pasar por encima de la cama, hasta que mis padres regresaron de la función de sainetes en el salón de Aquilino, y me recogieron, no sin llamarme miedoso. Silencio ahora en la calle, jolgorio, frenesí  y pequeñas hogueras calentándonos las piernas de pantalón corto, tal día como hoy hace muchos años.

Proseguí calle arriba, una oveja de Agustín rompió el silencio y me alegré, las demás casas cuatro o cinco dispersas, estaban vacías. Silencio. Solo mis pasos ponían sonido  a la noche, y en ellos me reconciliaba.

Llegué a la carretera y en ella avancé camino de Barrueco. La Casa de Juan (Doroteo), vacía; la  de Manuel de la Lumi, vacía; la última que en mi infancia fue del brigada, después de Luis de Aquilino y finalmente de Manuel y Alfonsa, eran testimonios de la soledad y tristeza que representaban ahora sus muros; alegría, calor y aroma navideño en otra época.

Tomé conciencia de que el tiempo había seguido implacable mis pasos desde que nací y disfruté de este barrio y, a cuestas, llevaba todas las vivencias acumuladas que ahora en medio del silencio y la soledad se deshilvanaban con un punto de nostalgia al contemplar las calles vacías y tristes. La luna seguía mis pasos, la brisa me refrescaba la cara.

Regresé al corazón del pueblo, me detuve en Los Llanos, mi barrio de infancia, ahora cruzado por la carretera que lleva a  Mieza. Antes espacio diáfano donde en estas noches de invierno corríamos tras la pelota dándole patadas, bajo la mortecina luz  del único poste, juego que ni la mismísima niebla por gélida y sombría que fuera, nos lo impedía.

La casa de mi abuelo Ángel, que desprendía un olor a pan reciente, ahora una ruina; la que fue de teléfonos y nos traía  noticias lejanas, vacía; la que fue de Eusebio, el primer chalet de solera del pueblo, vacía. Por fin se encendieron las luces de la casa que fue del médico, ahora Casa Rural. Cuatro coches negros aparcados delante ponían vida a un barrio sumergido en la soledad y el silencio más absoluto. Avancé hasta vislumbrar el cementerio. A lo lejos las luces amarillentas de dos pueblos portugueses anunciaban la fraternidad de ambos pueblos. Alumbraba la luna con intensidad realzando la silueta de los cipreses del cementerio, tiesos, solemnes, apuntando al cielo. A mi derecha tenía las escuelas “nuevas” porque las estrenamos los de mi generación, cerradas a cal y canto porque ya no hay niños para abrirlas. Recordé el jolgorio que armábamos en el jardín durante el recreo batiendo como posesos la espumadera en el recipiente de la leche en polvo que llegó de América para quitar algo de hambre, o de sed de leche. A falta de niños, nuestra escuela es ahora un tanatorio. Los niños que fuimos, peinamos canas o calvicie, algunos ya se fueron para siempre. Tanatorio donde antes hubo niños. Todo un síntoma escalofriante. Sobran las palabras.

 

 Sacudí la tristeza que me asedió y proseguí hacia el centro, carretera abajo. Recuperé el ánimo al  contemplar luz en el hermoso chalé que habitaron Joaquín y Pepa, frente a la que fue de Doroteo. A través del gran ventanal se vislumbraba una llama danzarina en la chimenea entorno a sus moradores (venidos de lejos para la ocasión), y unas lucecitas de colores guiñaban al paseante. Calor hogareño, por fin, en la tristeza y soledad del barrio.

Todas las casas que en esta calle dejaba atrás hasta llegar al torreón dormían su solitaria vejez, sólo en dos o tres  había vida, pero nada  trascendía al exterior. Recogimiento en el hogar; silencio fuera. El reloj dio las ocho y media.

Giré a la izquierda camino del juego de pelota.  Casas cerradas, vacías, el campanario de la iglesia iluminado por un foco. Me detuve en medio del Juego  de pelota. Recodé la noche como hoy hace cincuenta años, cuando me tocó ser quinto y todo estaba listo para izar la bandera en lo alto del frontón como era costumbre.  En el centro de la plaza, entonces de tierra como las calles, prendimos una enorme hoguera con los postes de la luz que habían sustituido por otros de cemento. Pero la noche era larga y fría y necesitamos más leña. A uno se le ocurrió acarrear unas brazadas de leños de un vecino de la calle Bardera. El dueño lo denunció al juez de paz y este le dijo que su hijo también había cometido no pocas fechorías similares, “así que una cosa por otra” sentenció, y todo acabó en aguas de borrajas.

 Entorno a la media noche procedimos a colocar el mástil de la bandera. Dos escaleras empalmadas apoyadas sobre un carro de bueyes, nos ayudaron a escalar y  clavar el mástil de unos cuatro metros en la cara opuesta al muro liso del frontón. Yo sujetaba la escalera mientras otro, en lo alto, fijaba el palo sobre la piedra sin enfoscar. Al clavar se levantó un trocito de la cal que servía de argamasa, trozo que fue a caer sobre mi frente mientras miraba hacia arriba. Comencé a sangrar. Enjugué la sangre con un pañuelo. A la luz de la lumbre Ventura me dijo que era una  “pitera” insignificante, paro me dolía y se produjo una pequeña inflamación. Me até el pañuelo a la frente cual pirata y el sangrado cedió. Así pasé la noche entorno a la hoguera donde se comían perrunillas, higos pasos, golosinas y se bebía vino y anis.

Piedad, más joven que nosotros, relevó a su madre en el bar de enfrente y allí tomamos el chocolate esperando alegres el amanecer por la labor realizada. La bandera ondeaba majestuosa en la mañana del nuevo año. Orgullo de las quintas que la habían confeccionado la enorme tela bordando los nombres de quintos y quintas en letras grandes que se irían desgastando durante los doce meses de vida. ¡Quién iba a decir que cincuenta años después, nuestra bandera, la de todos, símbolo de nuestras ilusiones y juventud, sería denostada por demasiada gente,  como si ella no representara un trocito de la vida de cada español! Triste historia la nuestra!

Me repuse de tantas emociones y proseguí con la luna hacia la calle Bardera, saludé a las campanas que ya no llaman al Ángelus al atardecer, que ya no alegran los bautizos porque no hay, que hay que esperar cada año el día de san Lorenzo para alegrarnos de verdad.

Casas cerradas, silencio. En la última casa, mirando ya al campo, había luz, silencio y paz. Regresé al centro por la calle Larga, saludé a Vicente y le deseé feliz noche. En el bar de Bosco había murmullo, voces jóvenes, no muchas. Olía a humo en la calle, humo agrio, insulso, de chimeneas de calefacción. Nada que ver con el humo perfumado de antaño con olor a sofrito, o a sardinas, o farinato frito.

Llegué al `pilar y recordé la misma noche de 1960. Allí, sentados en unas piedras, al calor de la hoguera, charlábamos y cantábamos villancicos, comíamos castañas pilongas y uvas pasas. Recuerdo la gabardina de Marifé impregnada de olor a bar, que era un aroma inconfundible, el mismo que me llevaba a la cama cuando asistía al cine el sábado por la noche en el salón de Aquilino. Un mozo forastero, de los que trabajaban en el Salto de Aldeadávila, salía del bar de Aquilino o Salvadora, alegre, camino de casa iba cantándole a los perros con que se cruzaba y nos dio con la mano. Había dinero para gastar en chatos de vino con la obra del Salto.

Ahora todo era silencio, soledad, el pilar rebosante de agua entonces, ahora estaba seco y en el lugar del agua se erguía un árbol luminoso de Navidad. “Mal augurio, la sequía en invierno”, me dije.

Proseguí mi deambular por la carretera camino de Masueco y al llegar a la cuesta donde el coche de línea renqueaba antaño, recordé cuando nos enganchábamos a la escalera trasera que subía  a la vaca y corríamos decenas de metros agarrados. Pensé que si hubiera podido engancharme hoy, más de cincuenta años después, hubiera corrido una docena de metros o más. Me hubiera gustado ponerme a prueba para comprobar el paso de los años.

 Llegué hasta la última casa y todas estaban cerradas. Silencio. Tal vez en dos hubiera vida, y la había, pero el sosiego de los moradores, fruto de tantos años de vida, imperaba en ambos hogares.

 En lo alto de la cuesta y en la oscuridad de la noche, aunque mitigada por la luna, fotografié el silencio del pueblo y salieron tímidas  las luces como testigo de vida palpitante, como símbolo de una época que se resiste a morir.

Volví sobre mis pasos, llegué al pilar y completé la vuelta al pueblo por la calle Trinchera. De nuevo casas cerradas, silencio. Me alegré al ver luz en una, y un lienzo rojo colgado de la ventana alta con la figura del Niño Jesús, y en la ventana baja, en un tiesto, pestañeaban unas lucecitas de colores. Me alegré. Proseguí mi deambular y otra casa estaba alumbrada; dos, entre seis cerradas, vacías y tristes.  

Desde el punto de partida, en lo alto del Cotorro, deseé feliz noche a las almas que aún celebran la Nochevieja. Un perro ladró cuatro veces, y volvió el silencio.

Entré en casa con una sensación agridulce pensando que cada año la Nochevieja sería más silenciosa porque ya no nacen niños, síntoma inequívoco del fin de una época donde hubo alegría, canciones y esperanza a raudales.

Después de la cena recuperé ánimos viendo la televisión y tomando las doce uvas con la Pedroche que mostraba su vestido, que no era vestido y que alegraba la vida porque una bella imagen no ofende a nadie. Y en paz me dormí.

 

Félix Carreto. 

La Zarza de Pumareda

Dia de Año Nuevo de 2018

 

 

 

 

3 comentarios:

Manuel dijo...

Una Noche Vieja zarceña para la historia, esta de 2017 que nos relatas y muestras, unida con la de hace 50 años que comparas con la de ahora. Gracias, Félix, por este magistral paseo alrededor de nuestro pueblecito y su historia y hacernos partícipes a tus seguidores.
-Manolo-

Anónimo dijo...

Concienzudo, meditado, reflexivo y acertado el comentario de Félix, relacionado con lo acontecido en su infancia.
En su cabeza cabe una gran ciudad y una pequeña aldea, a la que loa con su gratitud por haberle visto nacer, crecer y corretear por sus calles pavimentadas de barro y polvo.
Podría haberlo hecho con los ojos cerrados y sentado cómodamente en el sofá de su casa,pero, ha preferido patera las calles como lo hiciera en su infancia.
¡Qué gratitud la suya!, y, qué suerte que ahora nos lo recuerde con esa clarividencia que él lo hace; sobre todo, a aquéllos que disfrutamos las mismas vivencias en la misma época y lugares.
A medida que iba leyendo , yo también iba acompañando con el pensamiento a mi buen amigo Félix, en el recorrido que iba realizando y, añoraba la realidad del relato que, con tanto detalle y acierto nos expone el autor y, los de mi edad vivimos en su momento con ilusión
y sano optimismo.

Gracias, Félix, no esperaba menos de ti.
Feliz año.
Luis

Anónimo dijo...

Este relato nos lleva caminando en una noche fría por senderos abrigados de nostalgia. Parece que vamos a tu lado y se palpa un aire de tristeza a lo largo del paseo. Los tiempos cambian y malo es que nosotros no lo hagamos también.
Es inevitable que apene ver casas vacías que antes estaban llenas de vida y hoy parecen muertas. Si lo vemos de un modo positivo, el solo hecho de recordar aquellos tiempos, de algún modo vuelve a reactivarlas y te ha permitido regalar este relato que, a buen seguro, evocó esos buenos momentos a quienes conocen las calles y las gentes que vas mencionando durante el paseo nocturno. Gracias por compartirlo, y dale fuerte a lo que tu sabes o se nos pasará el arroz. Un abrazo. Salva