Con el Ángelus asomaba la noche y
llamaba a reconciliarse. Las campanas
eran la voz de todos, un sonido más que familiar, un sonido adherido a la
piel, la prolongación diaria de uno
mismo, el palpitar sereno de un pueblo
que daba por amortizado su esfuerzo y se recluía en su morada. El sonido se
expandía por la calles, por los prados y llamaba a los rezagados, a quienes
estiraban la jornada, a reconciliarse con los suyos que éramos todos.
Las campanadas del Ángelus tenían ese efecto sedante: cuando hacía
viento se apagaba con el sol, si era lluvia, parecía amainar, hasta el frío que
penetraba los huesos se disipaba al calor de la lumbre mientras la sartén
repicaba friendo una morcilla o un trozo de farinato, preludio del tránsito
hacia la alcoba donde por lo general,
velaba el hogar, colgado en el muro, el cuadro de la Santa Cena.La hora del Ángelus era el crepúsculo, a menudo con unas pinceladas de rosa, gris, amarillo y rojo púrpura en el cielo. Era el ir y venir de las gentes en las calles de tierra para dejar todo bien recogido y asentado, para volver a empezar en el nuevo amanecer.
Llevo en mi el son de las campanas anunciando el Ángelus
porque su tañido, hoy mudo, son otras
tantas escenas cotidianas que sellaron en mi mente el ajetreo, el trasiego, la alegría o
la tristeza, el lamento, la esperanza, la resignación, la ilusión, la lucha por
la supervivencia, la amistad, la
solidaridad, la satisfacción del deber cumplido de las gentes que compartíamos
el universo que nos identificaba como habitantes de un mismo lugar. Y un
atardecer de tantos, al sonar las campanas, mi tío Indalecio paraba la yagua “Jabonera” y
se santiguaba, después volvía a lanzarla al galope hasta entrar en el pueblo,
mientras yo dando botes a la grupa, agarrado con todas mis fuerzas a su
cintura, disfrutaba de la velocidad cortando el viento en un atardecer de
verano.
En mi mente resuenan las palabras y
comentarios de la Andrea o la María, Ángela o Milagros, Esperanza o Socorro, o de la Salvadora, que eran nombres
con un destino bien definido desde el bautizo, comentarios que hacían a modo
de saludo o despedida en su encuentro
efímero en la calle: “Te dejo, Milagros, porque ya suena el Ángelus y tengo que
preparar la cena”. “Hasta luego, Salvadora, que tengo que atender al mi
Deogracias y a los niños…” Y en la calle olía a sardinas, o a sofrito y uno
regresaba a casa bendecido a esa hora por
la paz que flotaba en el aire.
Y, ya, las cabras
en la cuadra, la yegua despojada de la albarda, ordeñadas las ovejas, el gato
ronroneando, los perros buscando aposento al abrigo de un cobertizo, colgados
los aperos del labrador, las alforjas y la cayada del pastor en un rincón de la entrada, las gallinas
aposentadas en el palo del gallinero haciendo equilibrio sobre una pata, ya, todo recobraba el lugar de su destino.
La hora del
Ángelus creció conmigo, y la llevé adonde fui, y en un crepúsculo parisino, o
madrileño, o en cualquier lugar por donde pasé, resonó de nuevo en cada
atardecer con el cielo pintado de colores que buscan la soledad en el silencio
crepuscular.
En el fondo de mi
alma suenan cada crepúsculo las campanas del Ángelus, como dicen que suenan en
el fondo del lago de Sanabria la noche de San Juan.
El Ángelus era
eso: un discurrir de la vida de principio a fin.
Félix Carreto.
La Zarza de Pumareda, 2010
2 comentarios:
¡BRAVO!, Félix., Cómo nos transportas con tu pluma a aquel ambiente, aquellos olores , colores, … Y como citas al final : La Zarza 2010. He ido a tu otra entrada del año citado y aunque parecida, no es igual. Existen matices, olores, momentos distintos, aunque parecidos, que entre las dos “Horas el Ángelus” has creado una pequeña-gran obra digna de un premio literario. El nuestro ya lo tienes. ¡BRAVÍSIMO!
-Manolo-
VER: La Hora del Ángelus 2010
Bien visto, Manolo, lo he comprimido y retocado.
Gracias.
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