Esta noche he venido a verte dormir en las aguas quietas
mientras la luna vela entre nubes que vagan caprichosas, a su albedrío, sin
rumbo fijo. Antes de que se apaguen para siempre las luces que por una noche
han dado fulgor a tus ojos, he venido a verte, a contemplar tu lecho, puente
Robledo.
En el silencio de la noche observo tu corpachón que surgió de la roca
donde te asientas, piedra de roca milenaria, dormida entonces, despierta ahora,
pulida, acariciada, llena de vida. Parece mentira que aquellos antepasados
pudieran darte forma tan sólida con unos rudimentarios utensilios; cuñas de
hierro y un simple mazo para sacar a bocados los pedruscos que ahora te dan
vida, unas palancas y sogas, cincel y martillo y el inmenso corazón de aquellos
que te izaron. Cuanta ilusión pusieron aquellos brazos jóvenes para levantarte
y poder pasar de orilla a orilla viendo correr el agua bajo sus pies. Cuantas
veces pasaron por tus lomos los enamorados de un pueblo y otro, cuantos
rebaños, cuantos caminantes con las alforjas al hombro, cuanto griterío y
alborozo a tu vera el día de Pascua.
Ahora en la paz de la noche, recuerdo
aquellos lunes de Pascua, cuando chaval, con el fardel en la mano y el hornazo
dentro, chorizo y huevos duros, cómo llegábamos eufóricos hasta tu lecho. “Mira
hasta donde ha llegado el agua este invierno, ha tapado los ojos pequeños”,
decía mi amigo Anastasio señalando con la mano el rastro de maleza seca pegada
en las piedras, maleza arrastrada que marcaba el nivel del agua. Entonces
sufrías del abandono, como si ya no fueras útil, lo eras menos desde que llegó
el automóvil, pero útil lo seguirás siendo, porque aquellos artesanos hacían
las cosas para siempre. El agua te había desbordado algunos inviernos,
despeinándote, arrebatándote bloques asentados con esmero hace tres o cuatro
siglos, pero tú resististe las embestidas de aquellas riadas y, aunque
descarnado, disfrutábamos contigo.
Recuerdo con nostalgia cómo durante el estío
nos bañábamos y cogíamos cangrejos. Y bajo el arco resonaba el eco de un chaval
gritando porque el cangrejo le había pillado el dedo con su pinza y colgaba de
la mano mordiendo el dedo, mientras el resto nos desternillábamos. Entonces
había conchas de chirlas y mejillones entre la arena, y me entristece el
comprobar cómo fueron desapareciendo, cómo la mano voraz del ser humano puede
acabar con todo, cómo algún listillo mandamás introdujo el cangrejo americano,
gigantón él, y se devoró al autóctono, devorando a la par nuestro ocio y
alegría.
Menos mal que ahora quieren devolver lo autóctono, lo sabroso, lo
nuestro, lo que alimenta nuestro recuerdo, pero las chirlas y mejillones se
fueron para siempre. Cuantas alegrías nos diste, puente Robledo, y tú lo sabes
porque nuestro alborozo y griterío duerme en tus entrañas. Cuantas veces a la
voz de:” ¡El agua ha saltado el puente!”, los chavales salíamos embalados
corriendo los cuatro kilómetros para verte peinado por las aguas, y como
después, poco a poco, emergían tus dos ojos pequeños. Después de tantos
avatares, me alegra verte remozado, recuperando los bloques de piedra robados
por la corriente, y con la baranda para apoyar los brazos y disfrutar del
entorno.
Tenía una deuda contigo, por eso te he vestido de luces esta noche.
Quería contemplar tu sueño como dos enamorados que se observan cuando el otro
duerme. Este ha sido nuestro idilio. Ya serás para siempre jamás nuestro puente
Robledo, el puente de todos, porque las fotos te inmortalizarán al dar la
vuelta al mundo. Ese es mi homenaje. Y, cumplido este sueño que tenía
pendiente, ya puedo dormir tranquilo, en paz, como tú ahora.
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