20 abril 2019

El puente que llevo dentro


 
 
 
 
 
Esta noche he venido a verte dormir en las aguas quietas mientras la luna vela entre nubes que vagan caprichosas, a su albedrío, sin rumbo fijo. Antes de que se apaguen para siempre las luces que por una noche han dado fulgor a tus ojos, he venido a verte, a contemplar tu lecho, puente Robledo.
     En el silencio de la noche observo tu corpachón que surgió de la roca donde te asientas, piedra de roca milenaria, dormida entonces, despierta ahora, pulida, acariciada, llena de vida. Parece mentira que aquellos antepasados pudieran darte forma tan sólida con unos rudimentarios utensilios; cuñas de hierro y un simple mazo para sacar a bocados los pedruscos que ahora te dan vida, unas palancas y sogas, cincel y martillo y el inmenso corazón de aquellos que te izaron. Cuanta ilusión pusieron aquellos brazos jóvenes para levantarte y poder pasar de orilla a orilla viendo correr el agua bajo sus pies. Cuantas veces pasaron por tus lomos los enamorados de un pueblo y otro, cuantos rebaños, cuantos caminantes con las alforjas al hombro, cuanto griterío y alborozo a tu vera el día de Pascua.
     Ahora en la paz de la noche, recuerdo aquellos lunes de Pascua, cuando chaval, con el fardel en la mano y el hornazo dentro, chorizo y huevos duros, cómo llegábamos eufóricos hasta tu lecho. “Mira hasta donde ha llegado el agua este invierno, ha tapado los ojos pequeños”, decía mi amigo Anastasio señalando con la mano el rastro de maleza seca pegada en las piedras, maleza arrastrada que marcaba el nivel del agua. Entonces sufrías del abandono, como si ya no fueras útil, lo eras menos desde que llegó el automóvil, pero útil lo seguirás siendo, porque aquellos artesanos hacían las cosas para siempre. El agua te había desbordado algunos inviernos, despeinándote, arrebatándote bloques asentados con esmero hace tres o cuatro siglos, pero tú resististe las embestidas de aquellas riadas y, aunque descarnado, disfrutábamos contigo.
     Recuerdo con nostalgia cómo durante el estío nos bañábamos y cogíamos cangrejos. Y bajo el arco resonaba el eco de un chaval gritando porque el cangrejo le había pillado el dedo con su pinza y colgaba de la mano mordiendo el dedo, mientras el resto nos desternillábamos. Entonces había conchas de chirlas y mejillones entre la arena, y me entristece el comprobar cómo fueron desapareciendo, cómo la mano voraz del ser humano puede acabar con todo, cómo algún listillo mandamás introdujo el cangrejo americano, gigantón él, y se devoró al autóctono, devorando a la par nuestro ocio y alegría.
      Menos mal que ahora quieren devolver lo autóctono, lo sabroso, lo nuestro, lo que alimenta nuestro recuerdo, pero las chirlas y mejillones se fueron para siempre. Cuantas alegrías nos diste, puente Robledo, y tú lo sabes porque nuestro alborozo y griterío duerme en tus entrañas. Cuantas veces a la voz de:” ¡El agua ha saltado el puente!”, los chavales salíamos embalados corriendo los cuatro kilómetros para verte peinado por las aguas, y como después, poco a poco, emergían tus dos ojos pequeños. Después de tantos avatares, me alegra verte remozado, recuperando los bloques de piedra robados por la corriente, y con la baranda para apoyar los brazos y disfrutar del entorno.
     Tenía una deuda contigo, por eso te he vestido de luces esta noche. Quería contemplar tu sueño como dos enamorados que se observan cuando el otro duerme. Este ha sido nuestro idilio. Ya serás para siempre jamás nuestro puente Robledo, el puente de todos, porque las fotos te inmortalizarán al dar la vuelta al mundo. Ese es mi homenaje. Y, cumplido este sueño que tenía pendiente, ya puedo dormir tranquilo, en paz, como tú ahora.
 
 
 
 

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