El día de Todos los Santos en
tiempos de posguerra y hasta los años setenta en que España comienza a tomar
aires de modernismo, era un día de rezos, de reconciliación con los seres queridos
que se fueron sin dejarnos del todo. Mi abuela Pepa besaba la foto de su
hermano Casiano fallecido trágicamente, demasiado joven. Después nos invitaba a
seguir sus oraciones.
Ese día, al amor de la lumbre,
pues solía hacer frío ya, en nuestra casa, mi abuela nos había reunido en torno
a ella, mi madre y los hermanos, cinco por entonces, después vendrían más, pequeños
todos. (pues mi abuelo no era de rezos, mi padre tampoco, y eso me ha llevado a
la conclusión de que las madres al parir adquieren otra dimensión que los
hombres nunca alcanzaremos: la del amor eterno), el rosario en la mano, la
mirada serena, fija en su universo que en ese momento era el de su hermano
fallecido.
Vestida de negro, con el pañuelo
cubriendo la cabeza, pañuelo que de vez en cuando se lo ajustaba pasando la
mano por debajo recorriendo la circunferencia de la cara para acoplarlo y
sentirlo ahí, como una parte más de su ser; y es que una prenda puede
representar ni más ni menos que la trayectoria íntima de un pasado, cómplice de
alegrías y tristezas; el pañuelo como protección divina, como si mientras lo
pudiera acariciar, que era como acariciar su alma, sus sentimientos fluyeran en
armonía y sus pensamientos nunca descarrilaban. Y es que el pañuelo de mi
abuela, como el de todas las abuelas, era un agarrarse a la vida, un acariciar
lo que no se alcanzaba, en beso a todos los seres querido que nombraba
desgranando las bolitas de plata que eran todas las avemarías y padrenuestros
que iba acariciando con su mano de seda, porque el rosario era de plata, regalo
de su hermano fallecido. Y yo observaba que a cada bolita que iba quedando
atrás, (que eran avemarías y padrenuestros para dar paso a otros tantos) le
había imprimido su dosis de cariño con el índice y el pulgar. Ese era el contacto
y la comunicación directa, que entonces yo ignoraba, con sus seres queridos,
con su hermano del alma.
Madre nos miraba para ver si rezábamos.
Tal vez en nuestra mirada se reflejase la emoción del momento. De vez en cuando
pasábamos las manos por las llamas y las frotábamos, mientras madre con una
mirada que ya comprendíamos (pues las miradas profundas y sinceras hablan y
dicen más que las palabras),madre, como decía, nos invitaba con un gesto de la
mirada puesta en la abuela, para que no perdiéramos el ritmo de la oración, que
era como no desprenderse de la mano con quienes estábamos unidos en ese momento
de silencio monocorde, en la cocina lóbrega de familia humilde y de pan escaso,
aunque siempre hubo el necesario en el momento apropiado.
Abuela se pasó de nuevo la mano
bajo el pañuelo y su frente relumbró de un rojo amarillo cuando avivó la llama.
Misterios dolorosos, gloriosos y gozosos salieron de sus labios que yo sentía
acolchados y suaves cuando me besaba. Su voz parecía cada vez más tierna, más
del mundo de los que descansaban en paz que del mundo terrenal, de miseria
impuesta a base de “avaricia, envidia y soberbia que el diablo cultiva” decía
ella que en sus ratos libres repasaba el misal y breviario ante la indiferencia
de mi abuelo. Tardé años en darme cuenta de que cada cual de los dos vivía en
un mundo diferente, lo que no les impedía de vivir con cierta armonía, gracias
a la sabiduría y a la mano izquierda de abuela. La vida era dura y los
inviernos también y para afrontar ambos, siempre, o a menudo, había una botella
de anís en la alacena, o aguardiente de la Ribera, que surtía el mismo efecto espiritual
que el vino que bebe del cáliz el sacerdote durante la misa. Todo en la vida se
resume a aferrarse a un ritual; la misa, el rosario y la oración, hallar ese
contacto con el más allá, que es lo mismo que decir con lo más profundo de uno
mismo, y uno puede encontrarse con su propia esencia, a través de infinidad de
medios; la escritura, la poesía, para contar historias, momentos, emociones; la
música y todo arte cuanto el ser humano ha creado para seguir viviendo, a ser
posible, en paz.
De modo que el día de Todos los
Santos, era y sigue siendo en mi fuero interno, el día de la reconciliación con
los seres queridos, el día para reflexionar sobre nuestra condición de
mortales, el día para marcar en los días postreros el camino para seguir
viviendo en paz, de la mano del que quiera agarrarse para subir y bajar
empinadas cuestas, sortear recovecos sombríos y llegar a la meta con el deber cumplido:
el del amor hacia el otro.
Abuela dijo: “Gracias hijos, por asistir a
este rosario por nuestras almas, Dios os acogerá en su seno”. Las llamas
revolotearon como celebrando la reunión y abuela fue besándonos a todos. “Gracias, hija —le dijo a madre—, que Dios te
de fuerzas y alegría para criarlos, pues mientras yo viva, mi ayuda no te
faltará”.
Hoy recuerdo emocionado aquel día
tan lejano y, sin embargo, tan presente.
2 comentarios:
F A N T A S T I C A, entrada , Félix.
Qué descripciones haces, tan certeras, ajustadas a aquel ambiente, que nos transportas y nos haces vivir momentos como los que describes o muy parecidos. Ese gesto de acomodarse el pañuelo de la cabeza, me ha recordado a la Patro (párvulos) que me parecía verla realmente ajustándose el pañuelo. Tenemos mucha suerte de de tener un cronista como tú, para que no se olviden ciertas épocas y circunstancias pasadas, con años difíciles, raros, mas, vistos desde los tiempos actuales. Aunque las circunstancias actuales, que ahora vivimos, vamos a pensar que habrá en su día, dentro de mucho tiempo un Félix para describirlas como tú aquéllas.
-Manolo-
Maravilloso
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