Ayer,
16 de abril, se pude decir que fue un gran día en mi pueblo, nuestro pueblo de Zarza de
Pumareda, escoltado, como se sabe,
por ríos Uces y el Duero que nos
separa, o nos une, con Portugal.
No
es fácil en los tiempos que corren poder disfrutar de un gran día. Por eso
escribo estas letras para que vuelen libres y lleguen como palomas mensajeras a
los corazones donde anida la fraternidad y la alegría, también para no sucumbir
a la tristeza allí donde llama a la puerta.
Los
cómplices necesarios para que este día fuera así de logrado fueron el Sol y la Luna. ¿Es fruto del azar o se empeñaron ambos en unirse a la fiesta, o
en protagonizarla desde la discreción? “Qué hermoso día, qué sol, que cielo más
azul, que brisa más gratificante, esto es un regalo, hacía mucho que no
disfrutábamos de una Semana Santa así,…”, comentarios que estaban en boca de
los paseantes, ( la mayoría hijos del pueblo que viven lejos; en Madrid,
Barcelona, Castellón, Salamanca,
Valladolid, País Vasco y otros muchos lugares), personas que habían venido,
junto con otros foráneos más próximos, a disfrutar de la naturaleza y la paz
que siempre nos regala el universo rural, tan
maltratado, sin embargo, por los
gobernantes de alto rango que viven en su burbuja particular.
Celebramos
la sexta Feria Agroalimentaria por todo lo alto. Unas catorce casetas se
asentaban a lo largo de la calle con productos variopintos, artesanales o
industriales, embutidos de primerísima calidad, licores, cerámica etcétera. Yo
también tuve mi puesto publicitando mi novela” Lágrimas por Estrella”.
Acomodado como Dios en peana entre dos casetas, la de chorizos, salchichones,
morcillas y jamón, y la de bonito en aceite de oliva y otros artículos en
tarros.
La
feria es cada año un éxito. Es una de las más celebradas en la comarca. Todo
gracias al empeño y buen hacer de los regidores con el alcalde a la cabeza.
Entablé
buena relación con los vecinos feriantes. El sol del mediodía caldeaba el
ambiente. Paseantes jóvenes, niños y ancianos, matrimonios y solterones, guapos
y menos guapos, gordos, delgados, o bien plantados, de cadera ancha o estrecha,
de andares firmes o derrengados, que de todo hay, según los años acumulados,
mozos dicharacheros con el vaso de bebida dorada o roja en la mano, jóvenes con
sus atuendos vistosos abarcando toda la
gama del arcoíris, algunos con mascarilla, la mayoría sin ella. Todo un elenco
de figuras masculinas y femeninas desfilaba con la mirada puesta en el objeto
deseado. Pasó una de carnes más que
generosas, de unos treinta y cinco años, muy ágil, eso sí, delante de la caseta de los embutidos donde había
una tabla redonda con lonchas de chorizo y salchichón de muestra. Alargó la
mano y, en un visto y no visto, se llevó una rodaja a la boca sin apenas
detener su marcha. Tremendamente hábil. Me gusta esa forma de actuar sin
complejos. Supongo que donde ofrecían queso haría lo mismo, y donde los licores
tomaría su chupito, y donde las colonias se rociaría una miaja tras la oreja,
llegaría donde los botijos, pero, una pena; llenos de aire. Hizo el recorrido
varias veces. Me gusta esa forma de ser, ese actuar sin esconder sus gustos y
preferencias. La feria está para eso. Y el sol alumbrando que daba gusto.
Vendí
unos cuantos ejemplares. Un matrimonio joven de un pueblo algo distante me dijo
que había oído hablar de ella y le firmé la correspondiente dedicatoria después
de charlar unos instantes. Otro me dijo que para regalar a su suegro de 90
años, de la Sierra de Madrid. Otra de Zaragoza, lo mismo, y así parloteando con
cada cual, uno abre horizontes y se congratula de compartir sentimientos y
emociones con gente de gustos muy
afines, gente anónima que es, a menudo, a quien merece la pena escuchar. El
mundo es, a veces, un lugar inhóspito. La feria ha sido todo lo contrario.
Hacia
las siete, a la sombra del Ayuntamiento, subí al escenario, guitarra en mano,
para entonar boleros, alguna rumba y canciones célebres de otro tiempo. Terminé
con un potpourrí o popurrí, que fue entonado con entusiasmo por los asistentes.
Creo que fue un rotundo éxito a tenor de los rostros llenos de alegría de
personas de edad avanzada y de sus acompañantes, algunas con merma cognitiva o
alguna minusvalía, pero con un semblante pletórico. Eso fue lo más sensacional,
ver como tarareaban canciones de su juventud archivadas en el compartimento del
olvido, pero que renacieron con vigor inusitado en ese justo momento. Ahí está el
milagro, la magia de la música: devolvernos aquello que impregnó nuestro
espíritu. Después vinieron los parabienes de sus acompañantes y de otras
personas. Por fin, la música nos había hermanado, estrechando lazos,
recordándonos que todos somos parte del otro, de un todo, que la individualidad absoluta no
existe, que nos necesitamos mutuamente. Para mí fue un momento de satisfacción
plena, un regalo inesperado.
Después
vino el abrazo de una amistad que vive en otra villa. La señora rebosante de
salud y belleza a sus 90 años me recordó: “Cuánto lamento no haber podido
asistir al entierro de tu padre, nos llevábamos como hermanos. ¿Por qué no me
lo dijisteis?, me reprochó cariñosamente”. “Pues dame otro abrazo, venga”,
dijo, y
fueron tres los abrazos que nunca
olvidaré.
La
jornada había sido larga, llena de emociones. El sol apagándose dio paso a la
luna, pero antes había que recoger los bártulos de la caseta. Le regalé un
libro al de los embutidos. Pero él y su mujer me tenían preparado ya en una
bolsa un regalito que olía a gloria para deleite del estómago. Gente
trabajadora, humilde y generosa. Le agradecí tanto afecto. A la
señora de la caseta de los atunes en aceite de oliva y otras delicias, le
regalé otro libro. Charlamos largo y tendido sobre las dificultades de ser
autónomo, las trabas de la administración, la indolencia de los gobernantes. “Esta
gente que madruga y trasnocha, que va de feria en feria, es la que de verdad
levanta el país”, pensé. “Toma un tarro de atún preparado según la tradición
del Cantábrico”, me dijo. Y nos despedimos unos y otros con el sentimiento de
pertenecer a la misma familia. “Sin duda lo somos”, pensé camino de casa.
El
cuerpo me pedía cama a las once de la noche. Bajo el techo, donde duermo, hay
unas cuatro tejas de cristal para que haya claridad. Apagué la luz. Fue
entonces cuando en la oscuridad vi a través de la teja transparente, la luna llena
que me miraba. ¡Qué belleza, la luna rosada! Nunca había recibido sus rayos
directamente a la cara, sobre la almohada. “Vaya día que he tenido, y ahora
vienes tú a rematar la faena vestida de rosa, pues gracias, amiga”, le dije,
guiñando el ojo. Los rayos de luz no
eran verticales, sino de soslayo. Junté las manos y ensayé una figura chinesca.
Entonces me vino a la mente cuando era un niño y mi padre, al resplandor de las
llamas, junto a la chimenea, nos hacia una sombra chinesca con sus manos, y la
figura de la cabeza de un lobo se proyectaba sobre la pared encalada, el lobo
abriendo y cerrando las fauces. Seguí contemplando la luz de la luna, una luz
bautismal sobre la almohada, maravilla que duró unos minutos hasta que la
hermosa dama se fue yendo a otros lugares.
Di
media vuelta y me dormí pensando que todo lo acontecido en este día fue un sueño.
3 comentarios:
¡¡¡¡¡BRAVOOOOOO!!!!
Voy a enlazar en mi blog como continuación y complemento al video de la jornada. Tu crónica lo merece.
Gracias Félix, y perdona la escabechina y mutilaciones hechas en tu magnifico concierto.
Toda la grabación, como quedamos, te la pasaré aparte.
-Manolo-
¡Qué maravilla de reflexiones... y qué descubrimiento!
Magnifica narración que corresponde a un gran y polifácetico escritor y artista .Gracias Felix por lo que vives y sabes trasmitir .
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