22 agosto 2010

Tres mundos en un mundo


El chico del cementerio

Vivía yo en los años 70 en las afueras de Paris, en Clamart; un municipio residencial de clase media y media baja donde alternaban chalets antiguos y edificios, algunos modernos de cuatro o seis plantas. Reinaba un ambiente tranquilo y se podía disfrutar del tupido bosque que jalonaba la zona Este en cuya orilla se hallaba el cementerio, pulcramente acondicionado y atendido por un matrimonio que compartía con su hijo una casita dentro del cementerio, entrando a la derecha.
Un día de invierno, aprovechando la excepcional mañana soleada, paseaba junto al cementerio y entré para curiosear y respirar, a la vez, esa paz perenne propia de estos lugares. A unos diez metros de la casa, el chico de unos doce años jugaba entre tumba y tumba con su gato negro con manchas blancas. Mi presencia en absoluto les molestó. Enredaban con toda naturalidad, como si estuvieran en su casa, o en el campo o en cualquier otro lugar. El gato brincaba de tumba en tumba, se agazapaba, saltaba realizando divertidas piruetas y arrancaba después a toda velocidad volando entre sepulcro y sepulcro para aterrizar en las piernas del chico que lo esperaba sentado en un panteón. Lo acariciaba por un momento y el gato salía de nuevo disparado para reanudar el juego.
Permanecí absorto un rato disfrutando de tan improvisada como divertida escena. Proseguí mi caminar y de repente me asediaron infinidad de interrogantes ante lo que acababa de presenciar. ¿El chico habría nacido en la casita? Por aquellos años no era imposible. El chaval acudía a la escuela pues era obligatorio y, entonces: ¿Sus colegas sabían que habitaba en un cementerio? Porque es de suponer que no los invitaría a su casa para celebrar un cumpleaños, por ejemplo; o a lo mejor sí. ¿El hecho de vivir en semejante lugar seria marginado por sus compañeros de clase o al contrario recibiría comprensión y afecto por haber corrido suerte tan insólita?
Transcurrida la adolescencia es de suponer que se emanciparía. ¿Qué efecto habría causado en su equilibrio psicológico sabiendo que el entorno donde pasamos la infancia moldea casi siempre de forma definitiva parte de nuestro sentimientos? Porque en su mente quedaría grabado para siempre los panteones nevados como único horizonte, o los árboles que lucían sus hojas variopintas en otoño antes de caer y transformarse luego en hojarasca entre las tumbas y los paseos, y quizás ayudara a su padre en la tarea de limpieza ¿Y como habría asimilado los repetidos entierros siempre acompañados de tristeza y llanto? ¿Habría conseguido cubrirse de tan sólido caparazón para que esos momentos tristes no le afectaran en absoluto?
¿Y si realmente hubiera nacido en el cementerio? ¿Lo expresaría con toda la naturalidad?
Infinidad de interrogantes que solo él podría dilucidar.

La chica del garaje.

Cerca de mi domicilio, en la céntrica zona de Cuatro Caminos, en Madrid, hay un pequeño garaje donde el jefe, que parece ser el dueño también, realiza lavados de coche, algún cambio de aceite y repara pinchazos, ayudado por un señor que ronda los 65 años. En el interior cuatro columnas metálicas sostienen en la zona central parte de las tres plantas del edificio, lo que dificulta la maniobra de los coches. En el fondo adosado al muro se eleva a poco más de metro y medio del suelo, un cuchitril de unos tres metros de ancho por unos ocho de largo y dos de alto, con dos ventanucos mirando al taller. Supuse que en ese lugar almacenarían los accesorios del taller. Un día cuando me lavaban el coche, vi a una chica de entre diez y doce años, que corría el visillo detrás del ventanuco para echar una ojeada al taller. ¡Caramba, pero si ahí vive gente!, me dije. Inmediatamente surgieron los mismos interrogantes que en el caso anterior ¿Vivirá sola, con su madre, o con ambos padres? Parece que viven como en secreto y no he conseguido ver entrar ni salir a nadie de la extraña vivienda.
¿Sabrán sus amigas que vive en un garaje? ¿Cómo planificará su vida social con sus amistades? ¿Será feliz viviendo en tales condiciones?
Tantos y tantos interrogantes quedarán en el aire sin respuesta.

La niña de la tienda.

Cerca del garaje citado anteriormente, y esta vez en mi calle concretamente, hay una tienda de chinos, de las que surgen como setas de un tiempo a esta parte. Regenta el negocio un matrimonio joven, de origen chino, con dos hijas; la mayor de unos siete años y la pequeña de poco más de uno. El local es rectangular, de unos siete metros de largo por unos tres de ancho. En el centro unos estantes reducen el espacio dejando simplemente un pasillo en forma de U. En la entrada, junto a la caja, hay una cámara frigorífica repleta de productos frescos o congelados.
He observado que la niña de siete años, salvo el horario de escuela, pasa todo su tiempo en la tienda, desde las diez de la mañana hasta el cierre a las once de la noche todos los días de la semana. Es una niña de rasgos finos, de cutis de seda joyante que confiere a su rostro una belleza exótica muy atractiva; con una mirada de esas que en décimas de segundo han escrutado lo esencial y fingen no haber visto nada distrayendo luego la mirada hacia el suelo. Es sobre todo una niña hacendosa,” hecha para el hogar”, dirían los antiguos; porque no cesa de colocar botellas y botes de bebidas por aquí, latas de conserva por allá, recoge las barras de pan y las ordena, siempre atenta a lo que algún cliente ha desordenado y cuando termina se sienta al lado de la cámara frigorífica y vigila como quien no quiere la cosa, con su mirada felina y disuasiva, a los clientes, por si a alguien se le va la mano donde no debe… Luego se ocupa de su hermana, la aupa a duras penas, se sienta al lado del arcón de frío y le comenta cosas en su lengua y ríen; me imagino que algún cuento chino.
Meses más tarde su madre queda embarazada. La niña le ayuda en todas las tareas. La madre en su estado de gestación avanzado descansa a menudo en el único sitio disponible que es junto al arcón. Muchas veces pienso que al pasar largos ratos allí sentada, el feto debió ir asimilando el runrún de la cámara frigorífica como algo relajante. Por fin nace el tercer niño y durante la ausencia de la madre la niña colabora con su padre como una empleada más. Semanas después aparece la madre por la tienda con su niño en el carrito que coloca ¿dónde?, al lado del arcón, donde a buen seguro, duerme con el runrún familiarizado ya desde que estuvo en el vientre. La niña se ocupa de la hermana pequeña mientras su madre lo hace con el bebé. Cuando el niño ha crecido, la niña se ocupa de los dos peques, sin olvidar sus “obligaciones” en la tienda. En ese ambiente exclusivo, la niña mayor va creciendo, supongo muy feliz, a tenor de su semblante, aunque su mundo sean los veintitantos metros cuadrados de la tienda que, imagino, son suficientes para ser plenamente feliz, dato que solo ella podría confirmar.
¿El hecho de desarrollar su infancia alejado de los patrones que rigen la vida social en cualquier urbe, como en los tres casos citados, interferirá en el equilibrio psicológico? O por el contrario, esto no afecta en absoluto al estado emocional ni causa desorden psicológico alguno siempre que vivan con los padres y estos correspondan con la atención y el cariño suficientes.
Pudiera equivocarme, pero creo en lo último. Félix

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hay una novela que se titula "La hija del sepulturero"(no recuerdo el autor) que narra la vida de una niña de origen alemán, cuyos padres, judíos, emigraron a Estados Unidos y "regentaban" un cementerio. Está bastante bien.
Pilar

Manuel dijo...

La autora de la novela que cita Pilar es Joyce Carol.
Saludos,
-Manolo-