18 marzo 2018

Los cuatrillizos






 
 
 
Son cuatro los pinos, aunque en mi mente, no sé si me quiere engañar o no, me dice que fueron cinco, pero en realidad solo veo cuatro, y es posible que siempre hayan sido cuatro.
Así que a estos cuatro pinos robustos y nobles de mi infancia me dirijo ahora, ahora que han sido agredidos, heridos, mutilados en parte porque no pudieron resistir la ingente cantidad de hielo, tal vez más de cien kilos, en todo caso una cantidad descomunal de agua que una noche cayó y al instante se congelaba, fenómeno que ni los más viejos del lugar recuerdan haber visto jamás.
Son pinos centenarios que nacieron ahí, o los plantaron, juntitos, unidos para disfrutar y también para ayudarse y hacer frente a las agresiones atmosféricas.
Son la frontera entre las últimas casas del pueblo y el campo, su vocación es por tanto doble: Servir a  la vez al pueblo y al campo. Se yerguen majestuosos, altos como el campanario, mirándose ambos, intercambiando aromas y sonidos: Olor a incienso a cera y procesión destila el campanario, y aroma a resina, a hierba fresca, a cordero recental, a piñones y a paja trillada le envían los pinos: son los aromas de mi infancia.
Hermanados para siempre, pinos y pueblo, pueblo y pinos, han labrado primaveras, han soportado chaparrones, sorteado la ira del rayo y han renacido en cada Semana Santa que siempre anuncia el nuevo tiempo; la exuberancia primaveral que culminaba en la trilla bajo la sombra de los pinos, cosecha a veces conseguida a fuerza de rogativas invocando a la lluvia desde el campanario, para que  al final bajo los pinos se disfrutara separando la paja del trigo, pan nuestro de cada día, pan que fue también el fruto de tantos padrenuestros rezados por las abuelas que velaban por su prole y descendencia.
 Estos pinos tiene dueño, dueño oficial, propietario legal impreso en pergamino notarial, pero estos pinos son también míos, y tuyos, y de aquel que creció y vivió alegre con ellos, a  su sombra  en verano, al ritmo de las piñas que cada año dejaban caer su fruto.
Los pinos pueden cambiar de dueño, pero seguirá siendo sentimentalmente y para siempre, de cuantos los llevamos en el alma, pinos de nuestra infancia y juventud. De modo que estos pinos son míos porque los llevo dentro, porque comí sus piñones, porque levantaba un trozo de su corteza  y la hacía mía para moldear un barquito que flotaba en el pilo, en una caldereta llena de agua, en cualquier lugar, por todo eso son míos, su polvo es mi polvo, y su tierra la mía, tierra de mi tierra, agua de botijo que también llamábamos barril, barro refrescante en la era, como refrescante es la sonrisa placentera sin trampa de esa foto en la era de los pinos, felices de haber separado la paja del grano, sonrientes Pura y su esposo Cayo, que ya no está entre nosotros, y tampoco Evaristo, pero que siguen con nosotros, ahí en la era, sonrientes, con el sombreo en la mano para la foto en un día soleado y feliz por el trabajo hecho, por el deber cumplido.
Fueron muchas las horas que pasé bajo los pinos, entre ellos, sorteándolos con el tirachinas dispuesto a tumbar un pardal, o un tordo o una tórtola que se dejara caer en la cazuela, pero no coseché nada, solo ilusión y la alegría de retozar entre la torre el juego de pelota y los pinos
Tan dentro de mí los llevaba que una noche soñé que había hecho con unas tablas una casita allí arriba, y subía con una soga atada a la rama, y desde allí veía las procesiones de Corpus y SanLorenzo, y allí estaba al cobijo del sol de verano y de la ventisca en invierno, hinchando los pulmones con olor a pino, y desde allí veía trillar y  también el cortejo fúnebre camino del cementerio, y veía a Sebastián a la cabeza de la comitiva, algo encorvado por sus más de ochenta años, pero ágil y decidido, mostrando el camino último, del que no había que temer nada porque allí se iba a descansar; a esa conclusión llegué al verlo siempre en cabeza porque no había peligro de emboscada, sino reposo y paz al final del camino, hasta que un día ya no lo ví más, y otro había tomado el relevo con la misma fe y convicción
Pinos de mi adolescencia cuando los  montones de paja trillada a máquina, "Ajuria" (Vitoria) creo haber leído entre sus armazón de hierro y madera, con unas ruedas de hierro que le costaba un mundo arrastrar a la pareja de bueyes—vacas moruchas de fuerte armazón y cornamenta majestuosa. Aquellos montones de paja de varios dueños iban desapareciendo camino de pajar. Y allí estaba yo encalcando la paja mientras Ángel de la tía Luzdivina me cubría de paja en cada bieldada, bielda que llamábamos “brienda”, protegido yo con un saco de esparto sobre la cabeza y espalda. Y cuando él marchaba con el carro lleno al pajar, yo echaba un trago de agua del botijo y con una navaja esculpía mi nombre en la corteza de los pinos para quedar para siempre uncido a ellos.
Por tanto apego con ellos, ahora que nos hemos hecho viejos o vamos camino de ello, los pinos y yo, ellos perdiendo ramas y yo pelo, que viene a ser lo mismo, me he puesto triste al ver parte de su frondoso ramaje en el suelo, como brazos amputados que no soportaron el peso de los años, como el abuelo cuya cadera cede y rompe el hueso, porque los años es eso; un irse poco a poco, en sordina, desprendiéndose de lo que fuimos, de lo que era irrompible o se reparaba en un abrir y cerrar de ojos.
Los pinos han entregado parte de su esqueleto, ya irreparable. Pero ahí siguen con la ilusión de siempre mirando al campanario, y celebrando procesiones y acogiendo aves de paso, y aunque ya no hay vida de paja y grano y botijo de era, hay corderos recentales que siguen bajo ellos  balando y poniéndole vida a la vida.
Otros, los que fuimos pino y los llevamos dentro, seguiremos mirándolos con la misma ternura y agradecimiento con que se mira  a un abuelo que es la esencia de la vida vivida y esculpida a base de sacrificio pero también cantando y bailando y riendo cuando por la fiesta de las Madrinas ya todo estaba limpio de paja y grano, la panera y el pajar llenos, mientras,  nuestra vida sigue su rumbo, sin detenerse, intentando evitar el rayo y la ventisca, entre el campanario y los pinos. Entre el recuerdo y la esperanza.
 
 
 
 
 
 

1 comentario:

Manuel dijo...

Tienes razón, esos Pinos son de todos, como la Iglesia, el Torreón, el Pilar, el Frontón. También aquellos álamos (negrillos) que había subiendo desde el Pozairón regato arriba. Qué inesperada sorpresa me llevé un año cuando regresé al pueblo y habían desaparecido. ¡Qué desolación!, contemplar aquel vacío, pues era un paisaje, una silueta que desde mi casa, desde balcones y desde mi nacimiento llevaba en mi retina; por eso, aquella vez que regresé y ya no estaban, la sorpresa, triste sorpresa, fue mayúscula. Aquel no parecía mi pueblo; me lo habían cambiado
Los pinos también, como aquellos álamos, han formado parte de mi vida, de nuestras vidas, de nuestro paisaje. En época de trilla, máquina Ajuria-Vitoria de por medio, fueron importantes. A su sombra, qué meriendas, tras el parón de la máquina, para ese menester. En sus troncos clavaban el interruptor eléctrico, adosado a una plancha de madera a donde llegaba un cable desde el transformador, “tirado” para los días que durara la trilla. Recuerdos y más recuerdos. Perrsonajes y recuerdos que vienen a la mente.
También estos pinos, siguen sirviendo como brújula, pues al verse desde muchos puntos, sirven muy bien como orientación.
A los pinos se le notan los años, parecen un poco canosos, cansados, como si desde hace tiempo ya no los cuidara nadie porque ya no le son útiles. Parecen tristes, o al menos así los veo yo. Puede que esto sea fruto de mi imaginación y recuerdos, …
Preparo el Baúl 18 y ahí, precisamente, aparecerán dos o tres de la trilladora de aquella época, cuando no solo los pinos, también nosotros, éramos más jóvenes. También otras fotos de la matanza y más, históricas, curiosas, de un tal Félix Carreto.

-Manolo-