15 julio 2019

Viajes de un emigrante (Capítulo XIII )


 
 
 
Aquella mañana de 31 de julio de 1974, se presentaba como una de las más felices y ansiaba al ponerme al volante para iniciar un viaje lleno de ilusión. A las seis de la mañana, tras colocar el equipaje y asegurarme de que no olvidaba nada (pasaporte, dinero), salí de Paris acompañado de  mi hermano, dos años más joven, (yo rondaría los veintiséis) camino del Mediterráneo. El plan del itinerario consistía en visitar una compañera de trabajo en Beziers, y seguir bordeando la costa por Narbona, Perpiñán, hasta hacer escala en Barcelona. Después rumbo a mi pueblo querido. Me imaginaba ya atravesando  Salamanca  y el resto de pueblos con la capota plegada, disfrutando del sol y del paisaje, las gentes mirando embobada un coche extranjero, descapotable, nada menos, como los adinerados.
    Tras escuchar un rato la radio metí una cinta en el radiocasete para escuchar “A Hard Day´s Night “después “Can´t By Me Love” y así una tras  otra de  toda la colección de los Beatles que tenía a mano. El sol estaba presente y tras atravesar la verdeante campiña francesa llegamos a Limoges. El tráfico por la carretera nacional de doble sentido era intenso ya que nos cruzábamos los que salíamos y los que regresaban de vacaciones.     Hacia las dos aparqué el coche en una explanada junto a la carretera y a la sombra de los árboles  sacamos la merienda del bolso y nos restauramos. Hacia mucho calor  y la humedad reinante en la zona  hacia presagiar  la formación de alguna tormenta.
     Después de descansar un rato proseguimos el viaje. Puse “Drive My Car”, después “Michelle” y con la compañía de los Beatles iba desfilando el paisaje bajo una atmosfera cada vez más bochornosa formándose  nubes que amenazaban lluvia.
 
 
 
 
    Atravesamos Brive  al cabo de un rato comenzó a llover levemente  volviéndose  la calzada muy pringosa y resbaladiza. Con el calor reinante el agua se evaporaba  y la sensación de calor era más intensa. Me paré junto a la carretera en una aldea para comprar unas botellas de agua. Subí al coche y sonaba ahora “Hey Jude”, la calzada estaba tremendamente resbaladiza y el tráfico era intenso. De repente a la salida de la aldea, una señora mayor atravesaba la carretera. Estaba ya alcanzando la orilla opuesta a la mía cuando enfrente apareció un coche tras superar un cambio de rasante y frenó bruscamente  para evitar atropellarla. La frenada tan violenta no se justificaba pues la señora había alcanzado  ya la orilla. Probablemente la chica que conducía iba medio dormida o despistada. El caso es que el Opel  Kadett rojo dio un bandazo haciendo dos eses y parecía que iba a salirse de la carretera, primero hacia un lado y después hacia el opuesto. Debido ,entre otras cosas  a la calzada mojada, la chica había perdido el control y se veía que iba a estrellarse inevitablemente. Primero en un giro venia hacia mi después, volantazo y se iba hacia la otra orilla .Yo observaba el coche que iba loco de una orilla a la otra. Sopesé salirme de la calzada para eludir un posible choque pero había un pequeño desnivel y volcaría de modo que cuando vi que  irremisiblemente se me echaba encima,  en milésimas de segundo pude tejer mi estrategia: cuando por fin en el ultimo bandazo el coche iba a empotrarse en el lateral ,sobre mi puerta, y por consiguiente en el choque me sacaría  violentamente por la otra puerta y por supuesto no llegaría a contarlo, entonces justo antes de chocar, giré el volante hacia la izquierda para  cambiar el ángulo del impacto de modo que el ángulo  delantero izquierdo  de mi coche, que era muy sólido con la esquina del parachoques de acero y el de la aleta podría amortiguar el choque. Me preparé para recibir el topetazo enganchándome  fuerte al volante pues carecía de cinturón de seguridad porque no era obligatorio.
    Y de repente irrumpió en el habitáculo un estruendo como si mil truenos juntos se hubiesen abatido sobre mi cabeza. Probablemente quedé unos segundos  aturdido, pero las ganas de vivir eran tantas que me rehice inmediatamente. “¡Estoy vivo!”, fue lo primero que me dije sorprendido. Comencé a palparme las piernas. “No están rotas, que suerte!”. Sangraba en abundancia por la frente. Pude moverme  sin embargo y salir, aunque molido de dolores  por los golpes, para ver donde estaba mi hermano que había desaparecido de mi lado. Al salir lo vi venir hacia el coche para ver si estaba con vida y nos fundimos en un abrazo interminable: habíamos vuelto a nacer. Durante el choque salio despedido lesionándose el hombro al caer, afortunadamente sobre un rellano con hierba. Los coches quedaron en medio de la calzada provocando un atasco hasta que llegó la policía. Al producirse  el accidente a la salida de la aldea inmediatamente fuimos rodeados de curiosos. Como seguía sangrando le pregunté  a un señor si tenia la cabeza abierta. “No parece que el hueso esté roto, no se le ven los sesos, (no sé si lo dijo en broma o en serio), y añadió: han tenido ustedes, visto los coches, una suerte increíble: han vuelto a nacer. Era cierto. Mi coche se partió en el centro. La chica del Opel permanecía aprisionada entre la puerta y el volante hasta que llegó la ambulancia. Afortunadamente yo acababa de salir de la aldea y la velocidad no superaría los sesenta por hora, pero el otro venia excesivamente rápido. Tras la colisión los coches rodaron a la deriva de modo que parte el equipaje al saltar por los aires quedó unos diez metros más atrás del coche, en el lugar del impacto. En la cuneta estaban esparcidos enseres diversos: el bolso de la merienda, botellas de zumo y agua, las cintas de música, el reloj de pulsera que no me explico como saltó de la muñeca, la cámara de fotos etc. Conducía con las gafas de sol y una gorra. Sufrí un profundo  corte en la frente, sin embargo las gafas no se rompieron y así un montón de anécdotas inexplicables. Lo único que me preocupaba en aquel momento era que el pantalón recién estrenado color oliva estaba manchado de sangre, como la camiseta azul sin mangas que me importaba menos. Al recoger la cámara de fotos inmortalicé el momento tomando varias fotos, totalmente tranquilo como si no hubiera pasado nada, como si el asunto no fuera conmigo.
     Llegó la policía para determinar la responsabilidad que era del otro coche al invadir mi espacio de calzada. Los coches quedaron destrozados y la grúa solo tuvo que empujarlos unos cincuenta metros  en un desguace junto a la carretera.
     Acudió la ambulancia haciéndose paso entre el atasco .Salio la chica del Opel que apenas se tenía de pie doliéndose de la cadera y se tumbó en la camilla. Subimos mi hermano y, él sentado como el copiloto y yo tumbado en la camilla. La ambulancia era un Citroën DS 21 el que llamaban “Tiburón”, muy rápido y confortable por su original suspensión.
     La conductora de  la ambulancia, una chica oronda de unos treinta años, muy agradable al trato y a la vista, conducía como un piloto de formula uno. Sorteaba los coches en la retención, adelantaba a los que iban más lentos, tanto era el riesgo que asumían, que en una ocasión tuvo que frenar en seco quedando pegada al coche delantero cuyo chofer asustado se bajó para ver si le había rozado. Mi hermano me decía en español que no íbamos a llegar con vida al hospital. Yo también lo pensaba visto el nervio de la chica al volante en una calzada resbaladiza con un tráfico intenso.
     Por fin, cuando llegamos al hospital de Limoges, al bajar de la ambulancia, miré al cielo echando  un largo suspiro de alivio por considerarme  de momento a salvo.
     La sala de espera en urgencias se iba llenando con más accidentados, pues no era de extrañar con la densidad del tráfico, el bochorno insoportable y la tormenta que lo complicaba todo. Nos hicieron primeramente unas radiografías. Mi hermano no tenia el brazo roto pero tenia magulladuras y moratones por lo que le inmovilizaron el hombro. Al parecer yo no tenia fracturas ni en el cráneo ni en las cervicales, solo la herida frontal, por lo que no me colocaron collarín ya que no estaba de moda por aquel entonces.
     La chica del Opel Kadett tuvo una fractura de cadera. Lo sentí por ella, y se lo dije, pero si  yo no hubiera girado  in extremis el volante el que tendría como mínimo todos los huesos rotos seria yo. Esperamos en la sala para que me atendieran. El personal sanitario estaba desbordado pues no habían  reforzado los servicios para un día tan crítico, al contrario, muchos habían tomado sus vacaciones ese día.
     En el pasillo había un paciente que dormía en una camilla. Súbitamente se dio media vuelta, y mientras se caía un celador se engancho a él a medio camino entra la camilla y el suelo. No llegó a golpearse la cabeza pero quedó retorcido como un estropajo entre el suelo y el celador, pidiendo que lo dejaran tranquilo, que él no había hecho nada. Tres enfermeras se reprochaban mutuamente la culpa de la vigilancia, pues acababan de operarlo del  apéndice. En medio de aquel caos un hombre con greñas, desaliñado y medio borracho se puso a orinar en el rincón de la sala .El pestazo que dejó ahuyentó a los que pudimos salir. Al cabo de tres horas  un residente (médico en prácticas) me atendió .La herida se había enfriado y cuando hurgaba en ella me hacía mucho daño. Después comenzó a suturarme sin anestesia; quince puntos. “No merece la pena anestesiar, porque hay que pinchar varias veces lo que viene a ser lo mismo que coser en frío”, dijo. Me acordé de su madre varias veces. “Aguante que ya acabamos”, me decía el bueno de él.
     Entretanto acudió una enfermera y me puso una inyección en el muslo que debía de inyectar en tres tiempos durante al menos media hora. Al poco rato llegó otra y me la retiró del muslo donde permanecía pinchada. Al cabo de un cuarto de hora acudió la primera y me dijo: “¿Quien le ha retirado la inyección contra el tétanos?”  “Una colega suya”, le dije, Volvió con otra inyección, me inyectó un tercio y dijo: “con esto ya está protegido contra el tétanos” y se perdió por el pasillo.  “Dos mil veces protegido contra el tétanos” me dije. Puestos a sufrir ya me daba igual lo que me echaran, lo que quería era terminar de una vez. El residente me entregó un informe y me dijo:”Ya se pueden marchar ustedes”.
    —¿Marchar adónde?, le pregunté.
     —Adonde se dirigieran ustedes.
    —Pero si el coche ha quedado destrozado y tenemos allí todo el equipaje y no podemos valernos para nada.
     —Hagan lo que quieran, pero nuestra misión ha terminado.
    Me parecía una decisión asombrosa. “ ¿Qué hago yo tullido de golpes y descalabrado, adonde quiere este mendrugo que vaya así”. La chica de la ambulancia se había marchado pero prometió volver. Esperamos un poco y llegó.
    — ¿Que os ha dicho el médico?
     —Que él ha terminado su trabajo y que podemos seguir el viaje.
    Hizo un mohín.
    —Bueno, no os preocupéis. Yo os llevo a casa de mi suegra que tiene un pequeño restaurante a siete kilómetros de aquí y lo más prudente es que esperéis unos tres días para ver la evolución, de modo que si entretanto ocurre algo yo os traigo en cinco minutos al hospital.
     Así lo hicimos, entre otras cosas porque el seguro de viaje Europe Assistance corría con todos los gastos.
     Llegamos al hostal que era como una casa rural en las afueras de una pedanía en un paraje frondoso y tranquilo. La patrona, de unos cincuenta y tantos años, garbosa y afable nos atendió como si nos conociéramos de toda la vida.
    — Aquí van a estar ustedes de maravilla, no les faltará de nada, tienen el teléfono a su disposición, comida a discreción, si hay algún problema os llevamos rápido al hospital, además mi marido tiene un taxi y mañana podéis ir al desguace para recuperar vuestro equipaje, dijo en un tono paternalista.
     Me di cuenta que el negocio lo tenían  bien organizado y estábamos en buenas manos. Además, añadió:
     —Es conveniente que esperen tres días porque estos golpes en la cabeza pueden ser muy traicioneros y, si en tres días no ha ocurrido nada, lo normal es que ya no empeore. Le digo esto porque un chico italiano se empeñó en marcharse al día siguiente con un golpe como el suyo y al poco tiempo su familia me informó que al segundo día había fallecido de una hemorragia cerebral.
    No sé por qué me empezaron a temblar las piernas.  
    —Tiene usted razón y  más sentido común que el médico que me atendió — le dije.
  Subimos al primer  piso y nos presentó la habitación amplia bajo el techo, con dos camas individuales y una ventana que miraba al prado con una pequeña charca y una frondosa arboleda. Me pareció un lugar idílico. Bajamos al comedor.
     —¿Que desean para cenar? —Mi hermano y yo nos miramos pues mi estómago no me pedía nada, a él tampoco.
    —No me digan que no van a cenar nada.
     —No tenemos apetito. Extrañada nos propuso zumos, leche…
    —Bueno, yo tomaré un vaso de leche, le dije.
    —Bien, les preparo unos vasos de leche, zumo y agua y un bocadillo por si le viene el hambre durante la noche. Y ante cualquier problema que surja me llaman por el teléfono. Que pasen buena noche.
      —Gracias, buenas noches. Subimos a la habitación con el refrigerio, abrimos la ventana pues hacia un bochorno insoportable y nos acostamos.
   Estábamos abatidos y caímos rendidos. Cuando nos despertamos el sol brillaba y un frescor agradable entraba por el ventanal.
     Mi hermano comenzó a rascarse y vio como su cuerpo estaba acribillado por los mosquitos, sin embargo yo no tenía picaduras. Supuse que el olor de los ungüentos de hospital que tenia en la cabeza y parte del cuerpo los disuadió y se ensañaron con él. Sin embargo aparecieron moratones por todo el cuerpo y me dolía todo como si  hubiera rodado sobre un montón de piedras.
     La patrona nos preparó un suculento desayuno: leche, té, croissant, mantequilla, pan. Desayunamos ligero pues el estómago no admitía nada y sobre todo comenzábamos a asimilar lo sucedido y la moral estaba por los suelos.
     —Qué poco comen ustedes, ¡caramba! —dijo con intención de animarnos como si fuera nuestra madre.—.Cuando quieran llamo a mi marido y os acompaña en el taxi para recoger los enseres.
    Subimos al taxi, un elegante Mercedes, y llegamos al desguace.
      El la calzada permanecían impresas las huellas del accidente cn surcos en el asfalto y manchas del aceite del motor. Entramos en el desguace y avanzamos hasta nuestro coche que estaba aun más destartalado y me preguntaba como pudimos salir con vida. Justo al lado, el Opel  Kadett lo acompañaba en su destino matrimonial para la chatarra.
    Sacamos del maletero todo el equipaje: maletas, objetos sueltos, regalos, abandonando todo los utensilios de mecánica y objetos pesados .Intenté extraer el radiocasete pero al agacharme me dolía la cabeza, de modo que desistí, solo retiré las fundas color champán, no sé porqué. El taxista se encargó de meter todo en su coche y parte en la vaca y mientras iba y venia me quedé absorto mirando el coche de mis sueños frustrados, pensando todos los fines de semana que le dediqué tumbado en el suelo para dejar los bajos como una patena, tantos y tantos esfuerzos y sueños esfumados. Comenzaron a humedecerse mis ojos y mi hermano se dio cuenta y me cogió del brazo. “Vamos, no pienses más, ya no hay remedio”, me dijo en tono resignado y triste, y nos subimos al taxi.
 La patrona nos proporcionó unas cajas grandes de cartón y en el garaje comenzamos a sacar todo de las maletas y colocarlo en las cajas para facturarlas por el tren. Tardamos toda la mañana y parte de la tarde pues mi hermano solo podía utilizar la mano izquierda y yo no podía agachar la cabeza pues me dolía y parecía que me pesaba diez kilos, de modo que en cuclillas iba  moviéndome y colocando las cosas. A mediodía  no comimos, solo tomamos zumos y agua. La señora se desvivía proponiéndonos si queríamos algo de especial, pues estaba dispuesta a preparar lo que quisiéramos. Decidimos dar un paseo por los caminos entre los prados  y el frescor de la arboleda para despejarnos, con los bocadillos y el agua bajo el brazo. Nos sentamos a la sombra en la hierba y permanecimos media tarde sin hablar, sin duda rumiando  lo sucedido y escuchando el silencio de la naturaleza  que era lo más reconfortante, silencio roto a veces por algunos pájaros cantarines.
     Rematamos  por fin las cajas; yo colocaba las cuerdas y mi hermano las apretaba  con una mano, yo hacia el nudo y el apretaba, y con la lentitud de dos inválidos que debíamos compaginar los movimientos, concluimos la tarea. Seguíamos con dieta liquida. La segunda noche cerramos la ventana a pesar del calor a causa de los mosquitos. Por la mañana el marido nos acompañó a la comisaría para gestiones temas sobre el accidente y por la tarde nos llevó  a la estación para facturar los paquetes. El tercer día comimos algo consistente, mi hermano más que yo. Había perdido peso y se me caían los pantalones pues no llevaban cinturón y tuve que sujetármelos disimuladamente con una cuerda. Al final, como al tercer día seguía vivo, y mi cabeza me pesaba menos, nos dispusimos a emprender el viaje al cuarto día. Le pagamos todas las facturas: viajes en taxi, teléfono estancia de tres días. En las facturas de la comida le propuse que anotara menús suculentos como si  de un  banquete  de boda se tratara, aunque no hubiéramos comido casi  nada. Nos preparó unos apetitosos bocadillos y bebida para el viaje .La patrona sentía que no hubiéramos degustado los sabrosos menús locales. “Manden noticias suyas”, dijo al despedirnos. Llegamos a la estación y nos despedimos del marido agradeciéndole tan buen trato. “Las gentes del mundo rural suelen parecerse todas”, pensé por un momento.
     Subimos al tren con las maletas casi vacías y con el estuche de la guitarra destino Burdeos .Hicimos trasbordo dirección Hendaya –Irun. Saqué la guitarra del estuche, pues el cuerpo me pedía desahogarme con unas melodías melancólicas Dentro de la guitarra se había introducido una bisagra de las tres que cerraba el estuche durante el accidente sin que este se hubiera abierto. Un misterio más. Tras varios trasbordos interminables                                llegamos por fin al pueblo veinticuatro horas después. Cuando bajé del coche de línea me tuve que sujetar  de nuevo los pantalones con la cuerda pues tres días a dieta liquida y con el ánimo por los suelos se me había moldeado un cuerpo tipo maniquí con cintura de avispa. Al entrar en la calle donde vivíamos, bordeada de prados, me invadió una congoja al divisar la casa y el huerto. De repente desfilaron por mi mente todas las peripecias, todas las ilusiones que me había fraguado; pasear a mis padres y hermanos en el descapotable y no pude reprimir una lágrima. Al vernos llegar sin el coche, uno con el brazo vendado sobre el pecho y yo con la cabeza escalabrada, como dos supervivientes de una guerra, comprendieron que algo grave había ocurrido. Su pena  contrastaba con nuestra felicidad al poder estar juntos por fin.
      Después de haber contado nuestra desventura y tomar lo que el estómago admitía pues estaba ya acostumbrado a no pedir nada, entramos en la habitación más fresca, nos acostamos y dormimos unas  veinte horas. Transcurridos unos días mi mente seguía cada vez más ausente y no me concentraba, pero mi amigo Serapio, que una noche de domingo  al regresar de una fiesta se estrelló contra la iglesia,  y al que el cura le reprocho que además de no asistir a misa arremetía ahora contra las la piedras sagradas, me comentó que él tampoco se concentraba durante varias semanas  hasta que se le pasó el susto. Regresamos a Paris con mi cuñado en su coche al que le gustaba correr y acabó reventando el motor y evitando milagrosamente varias colisiones. En Tours, Europe  Assistance nos puso otro coche con el que iba a tope en la autopista mientras diluviaba. Cuando por fin me vi., en mi casa, en Paris, di gracias a Dios por no haberme llamado tan pronto a su lado, pues ocasiones tuvo. Al regresar a mi trabajo ,  Elis, que  era griega y empleada del laboratorio de sangre me dijo: “¿Eres creyente?”. Le dije que sí, que siempre me santiguaba y rezaba tres avemarías antes de emprender un largo viaje.
     —Pues eso te ha salvado —dijo cariñosamente.
     De modo que cuando salía de viaje seguía santiguándome.
    Un día viajaba uno de mis hermano al  lado y al ver que me  santiguaba  me preguntó:
     ¿Tú crees que eso te sirve de algo?
     —No lo sé, hermano, pero por si acaso.
 
Félix .
La Zarza de Pumareda, 2009
 
 
 

  
Relato que forma parte de una especie de novela autobiográfica.



 
 

 

 

 

 

 

2 comentarios:

Manuel dijo...

¿PA CUANDO, Félix ese libro de tu vida, que tendrá mucho de la nuestra, sobre todo lo relacionado con nuestro pueblecito?.
Con este exquisito aperitivo que nos regalas, se nos hace la boca agua y también se nos hará larga la espera.
ESE TU LIBRO, ¿PA CUANDO?

-Manolo-

Félix dijo...

Sin falta tiene que estar listo el año próximo. Después o casi al mismo tiempo saldrá el siguiente que es la continuación. Estoy en ello.
Félix