27 julio 2019

La paz del cementerio

Recordando la festividad de Santiago Apóstol en los años cincuenta y sesenta,"La paz del cementerio", es un capítulo de la novela que tengo en ciernes y que, si no hay contratiempos, será publicada pronto.
 
 
Madre me  dijo que me había buscado una ocupación, evitaba la palabra “trabajo”.   
     —Irás de trillique para el señor  Celestino —me dijo— aunque solo sea por la manutención. Ya sabes que una boca menos en casa es de  mucha ayuda. Son buena gente, comerás buen queso y  mejor chorizo, y sopas de leche no te faltarán. Tienes que vencer la vergüenza a la hora de comer en casa ajena ¿entendido?
      —El día que cené en casa de Ricarda con Pancho, no me dio vergüenza —respondí. Eso la tranquilizó.
      Celestino y Esperanza era un matrimonio de labradores con cuatro hijos menores que yo y vivían cerca de nuestra casa, de modo que nos unía cierta amistad.
      Me levantaba a las siete para ir a por las vacas que pastaban en el rastrojo. Después comenzábamos a trillar. El señor Celestino lo hacía con una pareja de vacas y yo con un caballo blanco, muy viejo,  con dos letras marcadas a fuego en un anca, y había de atizarle  a menudo con un látigo para que no se detuviera en medio de la parva, pues no podía ni con sus herraduras. “Tú dale, que no se alombe”, me decía Celestino.
      Yo tenía ganas de saborear la experiencia de dormir en la era, situada detrás del cementerio, a unos cincuenta metros. Así que la víspera de la festividad de Santiago Apóstol, ya que era el único festivo que la Iglesia prohibía trabajar durante la recolección de la mies (don Matías  vigilaba con celo a los campesinos), acordé con mi amigo Paco dormir al raso.
    —Hemos de pasar delante del cementerio, así que llévate un palo que yo tengo la cayada —sugirió Paco. Llevábamos sendas mantas. Era una noche muy estrellada, pero sin luna. A la altura del cementerio vislumbré un bulto  blanco ante la puerta y se lo dije a Paco. Le lanzó una piedra y la sábana se deshizo. Era su primo que quería darnos un susto.
      Reímos un rato y nos pidió que lo dejásemos pasar la noche con nosotros, “yo pongo la sábana”, dijo. 
      Hicimos un amplio colchón con el bálago de la parva, levantamos un pequeño muro con  manojos para abrigarnos de la brisa. Después de localizar la Vía Láctea que los lugareños llamábamos  El Camino de Santiago, y entre discusiones localizando la estrella Polar, nos dormimos.
 
      Aquel 25 de julio, festividad de Santiago Apóstol, las gallinas buscaban la sombra con el pico abierto, y los perros tumbados, acezando con su lengua estirada que goteaba, anhelando, como cualquiera,  que el sol declinase en el horizonte.
     Celestino soltó al caballo viejo para que retozara  a sus anchas por el camino de la era y descansara a la sombra de los fresnos en el campo abierto.  Me encargó recogerlo por la tarde para darle la ración de cebada.
      Hacia las cuatro me dirigí a la era y decidí descansar un rato a la sombra del muro del cementerio de mampostería, de unos tres metros, esperando que el sol aplacara su fuego. La sombra  de los tres cipreses  se prolongaba al exterior. El silencio era total, solo alterado por torbellinos  esporádicos como tornados en miniatura que, en forma de tirabuzón, se estiraban hacia el cielo engullendo a su paso   hojarasca, papeles, tierra polvorienta y algún pollito descarriado, como ya había ocurrido.
     Al poco rato, contemplé como lo sucedía otro más enérgico azotando los almendros, despeinando la parva y  arrastrando  las pajas que giraban elevándose vertiginosamente en el aire hasta perderse en el horizonte.
     De pronto  pasó una lagartija por encima de mi pierna sin inmutarse, como si yo fuera una estatua, se agarró a la tosca piedra del muro, me miró sorprendida al moverme y se coló por un agujero.
     Después una araña que arrastraba  en la parte posterior de su vientre un depósito blanco, tal vez su reserva de telaraña, redondo como  una bola, hizo un alto,  me advirtió a su modo y prosiguió su rumbo también. Al poco rato una cogujada se posó en una piedra próxima a mí. Al verme inmóvil y sin pestañear, se quedó mirándome erguida con su penacho, después se agitó una y otra vez agachando y levantando su cabeza en un baile que expresaba su desconcierto preguntándose tal vez , como la araña y la lagartija, qué hacia allí tumbado un ser vivo, en un lugar reservado al silencio y a los muertos. Aquellos seres sorprendidos me sumieron en una larga reflexión sobre el lugar que, por primera vez, encontraba extrañamente acogedor.
     Al poco rato volvió otro torbellino y después el silencio. A esa hora, en el sopor de la tarde,  los campesinos dormían la siesta.
     En el cielo azul lechoso aparecieron una treintena de buitres    planeando en círculos y elevándose  cada vez más alto como si hubiera una  ruta invisible para mí, trazada desde el cementerio. Permanecí un largo rato observando aquella danza en un grandioso escenario, y lo interpretaba como un regalo que  la naturaleza quería ofrecerme para celebrar, como en Santiago de Compostela, el año jacobeo.
     Hechizado por tanta belleza, permanecí con la mirada fija en el último buitre  apenas visible al perderse en el fondo del universo.
     Tumbado a la bartola me invadía una sensación de felicidad y plenitud nunca experimentada en medio del silencio acogedor.  
     Nada hacía presagiar, sin embargo, que el disfrute de aquella paz dorada sería efímero. El reloj dio las seis. Me levanté y emprendí el camino que me llevaría al encuentro con el caballo  blanco plateado, como el del Apóstol Santiago, pero más flaco, viejo  y desgarbado. Tras caminar por una angosta cañada, bordeada de las cercas de piedra que dividían las pequeñas parcelas, di con el jamelgo que sesteaba a la sombra de unos chopos en campo abierto, junto al regato de Valdemayas.
 
    No llevaba ni cabezada ni ronzal para conducirlo, por lo que me hice con un palo del suelo. Su dueño le había cortado las crines  para aliviarlo del calor. Lo arrimé a una cerca de piedra para montarlo a pelo. Ya subido me las prometía muy felices durante los dos kilómetros que distaba del pueblo, contemplando el paisaje, los olmos que jalonaban el camino los robles y las escobas en campo abierto. 
     Como era viejo y lento, le golpeé  suavemente el lomo con el palo para que avivara el paso. Fue entonces cuando me sorprendió arrancándose al galope. Al no llevar ronzal y con las crines cortadas, no podía asirme  a ningún lugar. Cabalgaba como los indios de las películas, pero dando botes   intentando guardar el equilibrio. Él mantenía el ritmo y como estaba muy flaco, los huesos del  espinazo en cada bote  me hacían daño en la entrepierna y me pinzaban peligrosamente los genitales por lo que hacía malabarismos para que no me los aplastara. Seguía galopando ahora a campo abierto y me acercaba a la angosta cañada. Estuve a punto de caerme pero en un gesto rápido recuperé la vertical. El jumento parecía enloquecido y no daba crédito a aquél súbito resucitar. La camisa desabrochada para refrescarme se hinchaba como la vela de un barco y los faldones zarandeados, rugían como una bandera al viento. Me veía más pronto que tarde arrojado al suelo porque el animal parecía empeñado en tirarme, como si mascullara una venganza por los latigazos que le arreaba durante la trilla.
    Se acercaba peligrosamente a la entrada de la cañada. Por un momento tuve la lucidez de prever un desenlace fatal, pues si entrado en la  cañada caía, ya fuera a la izquierda o a la derecha, iría a estrellar inevitablemente mi cabeza  contra las cercas de piedra. Todo iba muy de prisa; mi pensamiento y el caballo. Tenía a poco más de veinte metros la entrada en la cañada. La veía como un embudo que me iba a engullir. “El túnel de la muerte”, pensé. Fue entonces cuando mi mente, o el instinto de supervivencia, o lo que rija a los seres vivos,  tomó las riendas de mi destino para eludir un desenlace fatal. En dicha entrada el camino bifurcaba en “Y”: a la izquierda la vereda en campo abierto y, escorado, a la derecha, la susodicha cañada que desembocaba recto en la era. No había tiempo que perder, de modo que antes de entrar en la angostura fatídica, le di con el palo en el lado derecho del pescuezo para que girara a la izquierda y prosiguiéramos por la vereda  que surcaba tierras de barbecho esperando que se agotaran sus fuerzas.
     La reacción del caballo fue tan brusca hacia la izquierda que salí despedido al lado opuesto con la inercia de quien se lanza de cabeza a la piscina. No me acuerdo de más. Ignoro el tiempo que permanecí inconsciente en el suelo de tierra dura abrasada por el sol.“Me ha caído”, pensé vagamente confuso al levantarme.
      Inicié el camino de regreso al pueblo. El sol declinaba en el horizonte. A la altura del cementerio comencé a percatarme de lo sucedido. Sentí un hilillo de sangre correr  desde la cabeza pasando por la oreja y el cuello. Las moscas lo descubrieron antes que yo y se aferraban al manantial que brotaba de mi tupida cabellera. Las espanté, pero volvían como fieles compañeras de viaje.  Al dejar atrás el camposanto recuperé algo más la lucidez y recordé que no me había santiguado,  después lo hice dando gracias a Dios por estar vivo. Ahora me preocupaba la reacción de madre al verme en tamaña compostura. Así que decidí pasar antes por casa de Celestino para explicarle lo sucedido. No estaba él, pero sí Esperanza. Al verme se llevó las manos a la cabeza.
      — ¡¿Pero, qué ha ocurrido, alma mía?! —gritó—¡Dios mío, Dios mío!
     Estaba haciendo queso y se limpió las manos con el delantal.
     —Me ha caído el caballo.
     —¿El jumento ese que no puede con su alma, te ha caído?
     —Sí. Corría como  un diablo.
     —Me cuesta creerlo, pero si te ha descalabrado así, no hay duda de que corría—. Acércate a la ventana que vea mejor la herida. ¡Por Dios, por Dios!, un poco más y te deja en el sitio. También tienes una herida en el codo y en la rodilla.
      —Esas no me duelen.
     Trajo la palangana hasta la ventana para lavarme con agua fresca.
      —¡Pero… cómo es que estás descalzo! ¿No tenías zapatillas?
      —Sí.
      —¿Y dónde están?
      —No sé.
      —¿Sabes quién soy?
      —Esperanza.
      —Menos mal, hijo, porque ya empezaba a preocuparme muy seriamente—.Si te duele me lo dices, limpiaré poco a poco los granos de tierra pegados.
     El agua fresca me aliviaba.
     —¿Aguantas el dolor?
      —Sí.
      —Aún está caliente la herida, cuando se enfríe te molestará más, aunque la brecha es pequeñita,  el enorme chichón será lo que más te incomode. Te lavaré la camisa para que tu madre no vea la sangre. Con el calor que hace secará en seguida.
      — ¿Me puedo ver el chichón en el espejo?
     —Aquí lo tienes. No te desanimes, se inflamará algo  más, pero mañana irá mejor. ¿Y las sandalias?
      —Ahora voy a por ellas, en algún lugar del camino deben de estar.
    —Eso si no las ha recogido alguien.
     —No creo, porque eran viejas.
     —Ponte esta camisa de Celestino, aunque te quede algo grande  no importa, nadie te verá, los caminos están desiertos hoy. Cuando vuelvas habrá secado la tuya. ¿Te encuentras bien, quieres que vaya contigo?
     —No hace falta, gracias.
     —Ponte este sombrero para proteger la herida del  sol. Te enjugas la sangre con este pañuelo, no te preocupes por mancharlo ¿Vas a ir descalzo? Es una pena que las alpargatas de Celestino te queden demasiado grandes.
      —No se inquiete. Iré descalzo. No quiero que se entere mi madre hasta que regrese a casa.
    No creí que la tierra del camino estuviera tan caliente, de modo que busqué la poca sombra de los robles que jalonaban el sendero. Me pregunté como pude caminar sin percatarme del suelo ardiente. Al borde del camino había un pilón con agua de manantial y me refresqué las piernas. Proseguí ansioso por conocer el destino de las zapatillas. Intenté recordar lo sucedido  pero desde que le di  al caballo con el palo en el pescuezo, la mente se me borró hasta llegar al cementerio. Por fin me llevé una alegría al avistarlas, pero al instante  se me escaparon dos lagrimones.
      Allí permanecían a unos tres metros una de la otra.  Me quedé mirándolas, ensimismado. En realidad eran una especie de  botas de goma delgada  que llegaban hasta el tobillo y que había usado durante el invierno. Estaban sumamente desgastadas con dos agujeros en la suela y los ojales de los cordones rasgados, de modo que podía caminar sin ellos pero el sudor en los pies hacía que se me salieran con facilidad. No quería que madre gastase dinero en calzado nuevo hasta pasado el verano, cuando llegaran las lluvias de septiembre..
     Por un momento permanecí indagando en el suelo lo ocurrido. Había una marca profunda de las herraduras con la tierra levantada donde el caballo debió de girar bruscamente. Adiviné el lecho donde permanecí porque había un pequeño reguero de sangre medio seco, que se disputaban moscas y hormigas.
     Permanecí unos minutos mirando a la cerca de piedra, unos cinco metros más adelante, adonde hubiera ido a parar mi cabeza de no haber rectificado la trayectoria del acémila a tiempo. Descubrí entonces el filo invisible que media entre la vida y la muerte. Dudaba si debía o no calzarme, pues la goma estaba ardiendo, como el suelo, y las plantas de mis pies me dolían de cualquier modo, así que opté por llevarlas en la mano para caminar más rápido. Al recogerlas me asedió una congoja que cesó cuando se liberaron unas lágrimas que había intentado reprimir.
     Regresé con las moscas asediando la herida como lo hacían con las mataduras de los burros.  Al pasar de nuevo por el cementerio pensé que había tenido suerte y me santigüé otra vez.
       Cuando le enseñé las botas a Esperanza me preguntó si no tenía otro calzado. Le dije que sólo las zapatillas para los domingos y festivos.
    Hizo un mohín.
     —Hablaré con Celestino —dijo cuando las calcé de nuevo.
     Me acompañó a casa para que madre no se asustara.
     — ¿Qué ha pasado? —preguntó madre.
     —No te preocupes, Lucía. Podía haber sido peor.
     Le explicó lo sucedido y madre me apretujaba contra ella.
     —No te preocupes Jacinto. Luego irá Celestino a por el caballo. Tranquilízate y duerme bien —se despidió Esperanza.
     Cuando me vio Andrea, vecina que ejercía de curandera para los del barrio, se exclamó; “¡Cojonitos tiene la burra…!”, su frase fetiche pues más que una blasfemia era el inicio de todo ritual en sus actuaciones. “…Vaya golpe que te has pegado, un poco más y te deja en el sitio ese carcamal…No te preocupes que la Andrea tiene manos sagradas”, dijo soltando una carcajada. Después de hacerme sentar en una silla de enea, comenzó su actuación echando un trago de vino. Carraspeo y dijo: “Cojonitos tiene la burra; vamos a la tarea”. No me preocupó el que le diera un buen tiento a la botella, pues don Matías, el cura, no le hacía ascos al vino, y cuando monaguillo yo le vertía toda la vinajera en el cáliz: era el ritual sagrado para comunicarse con el más allá y celebrar así la Santa Eucaristía y pensé: “Mismo ritual que Andrea”.  Primero me lavó la frente que rezumaba sangre, después aplicó una hoja de berza cuyo frescor me aliviaba, y lo remato con un pañuelo atado a la cabeza. Al mirarme al espejo me parecía a un pirata. Me sentía aliviado, pero me estremecí cuando le dijo a madre: “Lucia, es preciso que descanse, recuerda al chico de la Dolores cuando se cayó de la ventana que no era más alta que él, se golpeó la cabeza en la losa de piedra y al tercer día empeoró y murió en el hospital de hemorragia cerebral, según el médico. Así que hasta el tercer día, mucho ojo con este asunto”. “Confío en Dios y en tus manos  milagrosas”, respondió madre dándole un abrazo.
     —¡Hala Que duermas bien, hijo —me deseó Andrea.
    Aunque aliviado,  pasé la noche del mismo lado porque la hinchazón me dolía al menor roce. Diego me preguntaba entre sueño y sueño “¿Estás bien, Jacinto?” y me pasaba la mano por la cara. Yo se lo agradecía dándole un beso.
     Al día siguiente me levanté a las siete, como de costumbre, para traer las vacas del rastrojo. Deshice el vendaje para lavarme y  sentía  como un temblor en la zona herida como si la carne quisiera desprenderse.  Andrea me colocó de nuevo el mismo remedio y  me sentí aliviado. Pero tenía la impresión de llevar cinco kilos en la cabeza y no podía correr para arrear las vacas, así que me dije que tendría que sufrir un poco y hacerme el valiente para terminar la trilla como fuera. La atención de Andrea aplicando la hoja de berza hasta que fue cediendo la inflamación, el cariño y el contacto físico en la cama con Diego, cuyas caricias y voz eran un bálsamo, “¿estás bien, Jacinto?”, fueron providenciales para desechar las ideas negras que me asediaban “el crío de la Dolores murió de hemorragia al tercer día…”
       Cada noche  le pedía a la Virgen que no me dejara morir, que madre me necesitaba para ayudar a mis hermanos yendo de criado. Cuando me vio la abuela Elvira me dijo que había tenido suerte, porque el Apóstol Santiago me había puesto la mano bajo la cabeza para aliviar el golpe y por ser buen cristiano. Sin embargo, mi abuelo Deogracias pensaba  que  me salvó la vida el instinto de conservación. Él siempre me repetía: “Jabato, cuando te encuentres en una situación de peligro, déjate guiar por el instinto de conservación; él encontrará la única salida posible”. Pensé que ambos tenían razón. Me pregunté entonces: “¿Por qué cogiste el palo del suelo antes de subir al caballo? ¿Será eso lo que abuelo llama el instinto de conservación?”
     Transcurrido los tres días que Andrea había vaticinado como “peliagudos”, decía ella,  volví a recuperar el ánimo y al cabo de  dos semanas  apenas se notaba la magulladura. Madre me agradeció el esfuerzo por cumplir los quince días trillando y encalcando la paja para Celestino que, al concluir la tarea, me dio un queso que madre administró como siempre, racionándolo al máximo.

1 comentario:

Manuel dijo...

Se nos va a hacer largo el día de la publicación de esa novela que tienes en ciernes. Pero a decir verdad, no se hará tan larga la espera, si de cuando en cuando, nos anticipas perlas (capítulos) como los que nos vas regalando. Es un lujo tener artistas en La Zarza como los que tenemos.
¡BRAVO!

-Manolo-