Recordando la festividad de Santiago Apóstol en los años cincuenta y sesenta,"La paz del cementerio", es un capítulo de la novela que tengo en ciernes y que, si no hay contratiempos, será publicada pronto.
Madre me
dijo que me había buscado una ocupación, evitaba la palabra
“trabajo”.
—Irás de trillique para el señor Celestino —me dijo— aunque solo sea por la
manutención. Ya sabes que una boca menos en casa es de mucha ayuda. Son buena gente, comerás buen
queso y mejor chorizo, y sopas de leche
no te faltarán. Tienes que vencer la vergüenza a la hora de comer en casa ajena
¿entendido?
—El día que cené en casa de Ricarda con
Pancho, no me dio vergüenza —respondí. Eso la tranquilizó.
Celestino y Esperanza era un matrimonio de
labradores con cuatro hijos menores que yo y vivían cerca de nuestra casa, de
modo que nos unía cierta amistad.
Me levantaba a las siete para ir a por las
vacas que pastaban en el rastrojo. Después comenzábamos a trillar. El señor
Celestino lo hacía con una pareja de vacas y yo con un caballo blanco, muy
viejo, con dos letras marcadas a fuego
en un anca, y había de atizarle a menudo
con un látigo para que no se detuviera en medio de la parva, pues no podía ni
con sus herraduras. “Tú dale, que no se alombe”, me decía Celestino.
Yo tenía ganas de saborear la experiencia
de dormir en la era, situada detrás del cementerio, a unos cincuenta metros.
Así que la víspera de la festividad de Santiago Apóstol, ya que era el único
festivo que la Iglesia prohibía trabajar durante la recolección de la mies (don
Matías vigilaba con celo a los
campesinos), acordé con mi amigo Paco dormir al raso.
—Hemos de pasar delante del cementerio,
así que llévate un palo que yo tengo la cayada —sugirió Paco. Llevábamos sendas
mantas. Era una noche muy estrellada, pero sin luna. A la altura del cementerio
vislumbré un bulto blanco ante la puerta
y se lo dije a Paco. Le lanzó una piedra y la sábana se deshizo. Era su primo
que quería darnos un susto.
Reímos un rato y nos pidió que lo
dejásemos pasar la noche con nosotros, “yo pongo la sábana”, dijo.
Hicimos un amplio colchón con el bálago de
la parva, levantamos un pequeño muro con
manojos para abrigarnos de la brisa. Después de localizar la Vía Láctea
que los lugareños llamábamos El Camino
de Santiago, y entre discusiones localizando la estrella Polar, nos dormimos.
Aquel 25 de julio, festividad de Santiago
Apóstol, las gallinas buscaban la sombra con el pico abierto, y los perros
tumbados, acezando con su lengua estirada que goteaba, anhelando, como
cualquiera, que el sol declinase en el
horizonte.
Celestino soltó al caballo viejo para que
retozara a sus anchas por el camino de
la era y descansara a la sombra de los fresnos en el campo abierto. Me encargó recogerlo por la tarde para darle
la ración de cebada.
Hacia las cuatro me dirigí a la era y
decidí descansar un rato a la sombra del muro del cementerio de mampostería, de
unos tres metros, esperando que el sol aplacara su fuego. La sombra de los tres cipreses se prolongaba al exterior. El silencio era
total, solo alterado por torbellinos
esporádicos como tornados en miniatura que, en forma de tirabuzón, se
estiraban hacia el cielo engullendo a su paso
hojarasca, papeles, tierra polvorienta y algún pollito descarriado, como
ya había ocurrido.
Al poco rato, contemplé como lo sucedía
otro más enérgico azotando los almendros, despeinando la parva y arrastrando
las pajas que giraban elevándose vertiginosamente en el aire hasta
perderse en el horizonte.
De pronto
pasó una lagartija por encima de mi pierna sin inmutarse, como si yo
fuera una estatua, se agarró a la tosca piedra del muro, me miró sorprendida al
moverme y se coló por un agujero.
Después una araña que arrastraba en la parte posterior de su vientre un
depósito blanco, tal vez su reserva de telaraña, redondo como una bola, hizo un alto, me advirtió a su modo y prosiguió su rumbo
también. Al poco rato una cogujada se posó en una piedra próxima a mí. Al verme
inmóvil y sin pestañear, se quedó mirándome erguida con su penacho, después se
agitó una y otra vez agachando y levantando su cabeza en un baile que expresaba
su desconcierto preguntándose tal vez , como la araña y la lagartija, qué hacia
allí tumbado un ser vivo, en un lugar reservado al silencio y a los muertos.
Aquellos seres sorprendidos me sumieron en una larga reflexión sobre el lugar
que, por primera vez, encontraba extrañamente acogedor.
Al poco rato volvió otro torbellino y
después el silencio. A esa hora, en el sopor de la tarde, los campesinos dormían la siesta.
En el cielo azul lechoso aparecieron una
treintena de buitres planeando en
círculos y elevándose cada vez más alto
como si hubiera una ruta invisible para
mí, trazada desde el cementerio. Permanecí un largo rato observando aquella
danza en un grandioso escenario, y lo interpretaba como un regalo que la naturaleza quería ofrecerme para celebrar,
como en Santiago de Compostela, el año jacobeo.
Hechizado por tanta belleza, permanecí con
la mirada fija en el último buitre
apenas visible al perderse en el fondo del universo.
Tumbado a la bartola me invadía una
sensación de felicidad y plenitud nunca experimentada en medio del silencio
acogedor.
Nada hacía presagiar, sin embargo, que
el disfrute de aquella paz dorada sería efímero. El reloj dio las seis. Me
levanté y emprendí el camino que me llevaría al encuentro con el caballo blanco plateado, como el del Apóstol
Santiago, pero más flaco, viejo y
desgarbado. Tras caminar por una angosta cañada, bordeada de las cercas de
piedra que dividían las pequeñas parcelas, di con el jamelgo que sesteaba a la
sombra de unos chopos en campo abierto, junto al regato de Valdemayas.
No llevaba ni cabezada ni ronzal para
conducirlo, por lo que me hice con un palo del suelo. Su dueño le había cortado
las crines para aliviarlo del calor. Lo
arrimé a una cerca de piedra para montarlo a pelo. Ya subido me las prometía
muy felices durante los dos kilómetros que distaba del pueblo, contemplando el
paisaje, los olmos que jalonaban el camino los robles y las escobas en campo
abierto.
Como era viejo y lento, le golpeé suavemente el lomo con el palo para que
avivara el paso. Fue entonces cuando me sorprendió arrancándose al galope. Al
no llevar ronzal y con las crines cortadas, no podía asirme a ningún lugar. Cabalgaba como los indios de
las películas, pero dando botes
intentando guardar el equilibrio. Él mantenía el ritmo y como estaba muy
flaco, los huesos del espinazo en cada
bote me hacían daño en la entrepierna y
me pinzaban peligrosamente los genitales por lo que hacía malabarismos para que
no me los aplastara. Seguía galopando ahora a campo abierto y me acercaba a la
angosta cañada. Estuve a punto de caerme pero en un gesto rápido recuperé la
vertical. El jumento parecía enloquecido y no daba crédito a aquél súbito
resucitar. La camisa desabrochada para refrescarme se hinchaba como la vela de
un barco y los faldones zarandeados, rugían como una bandera al viento. Me veía
más pronto que tarde arrojado al suelo porque el animal parecía empeñado en
tirarme, como si mascullara una venganza por los latigazos que le arreaba
durante la trilla.
Se acercaba peligrosamente a la entrada de la cañada. Por un
momento tuve la lucidez de prever un desenlace fatal, pues si entrado en
la cañada caía, ya fuera a la izquierda
o a la derecha, iría a estrellar inevitablemente mi cabeza contra las cercas de piedra. Todo iba muy de
prisa; mi pensamiento y el caballo. Tenía a poco más de veinte metros la
entrada en la cañada. La veía como un embudo que me iba a engullir. “El túnel
de la muerte”, pensé. Fue entonces cuando mi mente, o el instinto de
supervivencia, o lo que rija a los seres vivos,
tomó las riendas de mi destino para eludir un desenlace fatal. En dicha
entrada el camino bifurcaba en “Y”: a la izquierda la vereda en campo abierto
y, escorado, a la derecha, la susodicha cañada que desembocaba recto en la era.
No había tiempo que perder, de modo que antes de entrar en la angostura
fatídica, le di con el palo en el lado derecho del pescuezo para que girara a
la izquierda y prosiguiéramos por la vereda
que surcaba tierras de barbecho esperando que se agotaran sus fuerzas.
La reacción del caballo fue tan brusca
hacia la izquierda que salí despedido al lado opuesto con la inercia de quien
se lanza de cabeza a la piscina. No me acuerdo de más. Ignoro el tiempo que
permanecí inconsciente en el suelo de tierra dura abrasada por el sol.“Me ha caído”, pensé vagamente confuso al levantarme.
Inicié el camino de regreso al pueblo. El
sol declinaba en el horizonte. A la altura del cementerio comencé a percatarme
de lo sucedido. Sentí un hilillo de sangre correr desde la cabeza pasando por la oreja y el
cuello. Las moscas lo descubrieron antes que yo y se aferraban al manantial que
brotaba de mi tupida cabellera. Las espanté, pero volvían como fieles
compañeras de viaje. Al dejar atrás el
camposanto recuperé algo más la lucidez y recordé que no me había
santiguado, después lo hice dando
gracias a Dios por estar vivo. Ahora me preocupaba la reacción de madre al
verme en tamaña compostura. Así que decidí pasar antes por casa de Celestino
para explicarle lo sucedido. No estaba él, pero sí Esperanza. Al verme se llevó
las manos a la cabeza.
— ¡¿Pero, qué ha ocurrido, alma mía?!
—gritó—¡Dios mío, Dios mío!
Estaba haciendo queso y se limpió las
manos con el delantal.
—Me ha caído el caballo.
—¿El jumento ese que no puede con su alma,
te ha caído?
—Sí. Corría como un diablo.
—Me cuesta creerlo, pero si te ha
descalabrado así, no hay duda de que corría—. Acércate a la ventana que vea
mejor la herida. ¡Por Dios, por Dios!, un poco más y te deja en el sitio.
También tienes una herida en el codo y en la rodilla.
—Esas no me duelen.
Trajo la palangana hasta la ventana para
lavarme con agua fresca.
—¡Pero… cómo es que estás descalzo! ¿No
tenías zapatillas?
—Sí.
—¿Y dónde están?
—No sé.
—¿Sabes quién soy?
—Esperanza.
—Menos mal, hijo, porque ya empezaba a
preocuparme muy seriamente—.Si te duele me lo dices, limpiaré poco a poco los
granos de tierra pegados.
El agua fresca me aliviaba.
—¿Aguantas el dolor?
—Sí.
—Aún está caliente la herida, cuando se
enfríe te molestará más, aunque la brecha es pequeñita, el enorme chichón será lo que más te
incomode. Te lavaré la camisa para que tu madre no vea la sangre. Con el calor
que hace secará en seguida.
— ¿Me puedo ver el chichón en el espejo?
—Aquí lo tienes. No te desanimes, se
inflamará algo más, pero mañana irá
mejor. ¿Y las sandalias?
—Ahora voy a por ellas, en algún lugar del
camino deben de estar.
—Eso si no las ha recogido alguien.
—No creo, porque eran viejas.
—Ponte esta camisa de Celestino, aunque te
quede algo grande no importa, nadie te
verá, los caminos están desiertos hoy. Cuando vuelvas habrá secado la tuya. ¿Te
encuentras bien, quieres que vaya contigo?
—No hace falta, gracias.
—Ponte este sombrero para proteger la
herida del sol. Te enjugas la sangre con
este pañuelo, no te preocupes por mancharlo ¿Vas a ir descalzo? Es una pena que
las alpargatas de Celestino te queden demasiado grandes.
—No se inquiete. Iré descalzo. No quiero
que se entere mi madre hasta que regrese a casa.
No creí que la tierra del camino estuviera
tan caliente, de modo que busqué la poca sombra de los robles que jalonaban el
sendero. Me pregunté como pude caminar sin percatarme del suelo ardiente. Al
borde del camino había un pilón con agua de manantial y me refresqué las
piernas. Proseguí ansioso por conocer el destino de las zapatillas. Intenté
recordar lo sucedido pero desde que le
di al caballo con el palo en el
pescuezo, la mente se me borró hasta llegar al cementerio. Por fin me llevé una
alegría al avistarlas, pero al instante
se me escaparon dos lagrimones.
Allí permanecían a unos tres metros una de
la otra. Me quedé mirándolas,
ensimismado. En realidad eran una especie de
botas de goma delgada que
llegaban hasta el tobillo y que había usado durante el invierno. Estaban
sumamente desgastadas con dos agujeros en la suela y los ojales de los cordones
rasgados, de modo que podía caminar sin ellos pero el sudor en los pies hacía
que se me salieran con facilidad. No quería que madre gastase dinero en calzado
nuevo hasta pasado el verano, cuando llegaran las lluvias de septiembre..
Por un momento permanecí indagando en el
suelo lo ocurrido. Había una marca profunda de las herraduras con la tierra
levantada donde el caballo debió de girar bruscamente. Adiviné el lecho donde
permanecí porque había un pequeño reguero de sangre medio seco, que se
disputaban moscas y hormigas.
Permanecí unos minutos mirando a la cerca
de piedra, unos cinco metros más adelante, adonde hubiera ido a parar mi cabeza
de no haber rectificado la trayectoria del acémila a tiempo. Descubrí entonces
el filo invisible que media entre la vida y la muerte. Dudaba si debía o no
calzarme, pues la goma estaba ardiendo, como el suelo, y las plantas de mis
pies me dolían de cualquier modo, así que opté por llevarlas en la mano para
caminar más rápido. Al recogerlas me asedió una congoja que cesó cuando se
liberaron unas lágrimas que había intentado reprimir.
Regresé con las moscas asediando la herida
como lo hacían con las mataduras de los burros.
Al pasar de nuevo por el cementerio pensé que había tenido suerte y me
santigüé otra vez.
Cuando le enseñé las botas a Esperanza me
preguntó si no tenía otro calzado. Le dije que sólo las zapatillas para los
domingos y festivos.
Hizo un mohín.
—Hablaré con Celestino —dijo cuando las
calcé de nuevo.
Me acompañó a casa para que madre no se
asustara.
— ¿Qué ha pasado? —preguntó madre.
—No te preocupes, Lucía. Podía haber sido
peor.
Le explicó lo sucedido y madre me
apretujaba contra ella.
—No te preocupes Jacinto. Luego irá
Celestino a por el caballo. Tranquilízate y duerme bien —se despidió Esperanza.
Cuando me vio Andrea, vecina que ejercía
de curandera para los del barrio, se exclamó; “¡Cojonitos tiene la burra…!”, su
frase fetiche pues más que una blasfemia era el inicio de todo ritual en sus
actuaciones. “…Vaya golpe que te has pegado, un poco más y te deja en el sitio
ese carcamal…No te preocupes que la Andrea tiene manos sagradas”, dijo soltando
una carcajada. Después de hacerme sentar en una silla de enea, comenzó su
actuación echando un trago de vino. Carraspeo y dijo: “Cojonitos tiene la
burra; vamos a la tarea”. No me preocupó el que le diera un buen tiento a la
botella, pues don Matías, el cura, no le hacía ascos al vino, y cuando
monaguillo yo le vertía toda la vinajera en el cáliz: era el ritual sagrado
para comunicarse con el más allá y celebrar así la Santa Eucaristía y pensé:
“Mismo ritual que Andrea”. Primero me
lavó la frente que rezumaba sangre, después aplicó una hoja de berza cuyo frescor
me aliviaba, y lo remato con un pañuelo atado a la cabeza. Al mirarme al espejo
me parecía a un pirata. Me sentía aliviado, pero me estremecí cuando le dijo a
madre: “Lucia, es preciso que descanse, recuerda al chico de la Dolores cuando
se cayó de la ventana que no era más alta que él, se golpeó la cabeza en la
losa de piedra y al tercer día empeoró y murió en el hospital de hemorragia
cerebral, según el médico. Así que hasta el tercer día, mucho ojo con este
asunto”. “Confío en Dios y en tus manos milagrosas”, respondió madre dándole un
abrazo.
—¡Hala Que duermas bien, hijo —me deseó
Andrea.
Aunque aliviado, pasé la noche del mismo lado porque la
hinchazón me dolía al menor roce. Diego me preguntaba entre sueño y sueño
“¿Estás bien, Jacinto?” y me pasaba la mano por la cara. Yo se lo agradecía
dándole un beso.
Al día siguiente me levanté a las siete,
como de costumbre, para traer las vacas del rastrojo. Deshice el vendaje para
lavarme y sentía como un temblor en la zona herida como si la
carne quisiera desprenderse. Andrea me
colocó de nuevo el mismo remedio y me
sentí aliviado. Pero tenía la impresión de llevar cinco kilos en la cabeza y no
podía correr para arrear las vacas, así que me dije que tendría que sufrir un
poco y hacerme el valiente para terminar la trilla como fuera. La atención de
Andrea aplicando la hoja de berza hasta que fue cediendo la inflamación, el
cariño y el contacto físico en la cama con Diego, cuyas caricias y voz eran un
bálsamo, “¿estás bien, Jacinto?”, fueron providenciales para desechar las ideas
negras que me asediaban “el crío de la Dolores murió de hemorragia al tercer
día…”
Cada noche le pedía a la Virgen que no me dejara morir,
que madre me necesitaba para ayudar a mis hermanos yendo de criado. Cuando me
vio la abuela Elvira me dijo que había tenido suerte, porque el Apóstol
Santiago me había puesto la mano bajo la cabeza para aliviar el golpe y por ser
buen cristiano. Sin embargo, mi abuelo Deogracias pensaba que me
salvó la vida el instinto de conservación. Él siempre me repetía: “Jabato,
cuando te encuentres en una situación de peligro, déjate guiar por el instinto
de conservación; él encontrará la única salida posible”. Pensé que ambos tenían
razón. Me pregunté entonces: “¿Por qué cogiste el palo del suelo antes de subir
al caballo? ¿Será eso lo que abuelo llama el instinto de conservación?”
Transcurrido los tres días que Andrea
había vaticinado como “peliagudos”, decía ella,
volví a recuperar el ánimo y al cabo de
dos semanas apenas se notaba la
magulladura. Madre me agradeció el esfuerzo por cumplir los quince días
trillando y encalcando la paja para Celestino que, al concluir la tarea, me dio
un queso que madre administró como siempre, racionándolo al máximo.
1 comentario:
Se nos va a hacer largo el día de la publicación de esa novela que tienes en ciernes. Pero a decir verdad, no se hará tan larga la espera, si de cuando en cuando, nos anticipas perlas (capítulos) como los que nos vas regalando. Es un lujo tener artistas en La Zarza como los que tenemos.
¡BRAVO!
-Manolo-
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