Todo estaba en silencio, en mi cuarto, con un rayo de sol
que se colaba a media altura y alumbraba casualmente tu retrato en la pared. Te
hablo de “tú “porque si empleo el “usted”, muchos jóvenes creerían que no es
con mi madre con quien hablo.
Siempre te hablé de usted, hasta el último día de tus
noventa y un años. No me salía el “tú”, porque en los años cincuenta y sesenta
de mi infancia era así. “Hay que respetar a los mayores por edad, dignidad y
gobierno” no enseñaba el maestro escuela. Todo ha cambiado, madre, se ha
perdido parte de ese respeto: ahora muchos les “exigen” a los padres: es el
mundo al revés.
Pero yo quería hablarte de algo que me acaba de suceder. Sé
que me escuchas allí donde estés, por eso comparto esta revelación que te
alegrará; lo sé bien.
Estaba tumbado en el sofá, contemplando tu retrato que
alumbraba el sol y creí escuchar tu voz, la voz de tu canto melódico, de
terciopelo, voz cristalina a veces, porque cantaste hasta los noventa años, y
esas melodías perduran hasta el final de los tiempos.
Entonces me vino a la mente aquella canción que cantabas
cuando, en el pilón del huerto, lavabas los pañales, creo que entonces éramos
seis hermanos. Recordarás que a partir del octavo y hasta el undécimo, la lavadora
que compraste a doce plazos —uno por mes— tomó el relevo.
No sé por qué le tenías tanto cariño a esta canción:
“El día que nací yo, que planeta reinaría/ por donde quiera
que voy/ qué mala estrella me guía./ Estrella de plata la qué más reluce/ ¿por
qué me llevas por este calvario, llenito de cruces?….”. Yo te escuchaba
embelesado y tú me reías complacida, mientras tendías los pañales en la hierba.
Pero me daba que pensar eso de “…por este calvario llenito de cruces”, y yo me
imaginaba la Semana Santa, y toda aquella tristeza de las cruces del calvario y
los santos del altar escondidos detrás de aquella enorme sábana morada que los
cubría.
También recuerdo cuando cantabas “La vida en Rosa”, ahora sé
que es de Édith Piaf. Me quedé con esta estrofa que sigue intacta en mi mente
después de más de sesenta años:” “Desde el día en que nací/La vida para mí /
fue de color de rosa/ Y me siento tan feliz/ que cualquier día gris/ es de
color de rosa…”. Esta es la letra oficial, pero en mi mente, la que cantabas
con tus amigas, camino del juego de pelota, la plaza donde bailabais el día de
la fiesta de “Las Madrinas”—tendría yo no más de cinco años—la letra era algo
distinta porque así me quedó grabada y debió hacerme mucha ilusión porque aquí,
dentro en mi cabeza, sigue de esta manera: “Ay, el día en que nací, fue todo
para mí /color de rosa…” Tú me dirás si estoy en lo cierto. Tan de rosa debió
parecerme veros cantar a las jóvenes que erais entonces, que me quedó grabada a
fuego. Y me sigo preguntando por qué cantabas tanto a pesar de atender la casa;
ir a por leña al campo, espigar, remendar, hacer la comida, lavar, y no sigo,
para qué, si lo sabes mejor que yo. ¡Ah!, se me olvidaba que también pasabas la
noche amamantando al hermanito de turno. O sea que apenas tenías descanso en
las veinte cuatro horas. No es por nada, pero no está mal recordarlo.
Todas estas canciones, algunas tristes, al menos por la
letra, y otras menos tristes, las cantabas siempre con el mismo semblante de
alegría. Yo debí heredar ese rasgo cantarín, lo cual te agradezco, porque no he
hecho otra cosa en mi vida. Pero volviendo al motivo de esas canciones, ahora,
o mejor dicho, hace bastantes años, me he dado cuenta de que las canciones
aunque sean tristes, en el fondo de uno, son alegres, avivan sentimientos
maravillosos en el alma; por eso se canta. Y a veces ese canto son lágrimas que
salen del fondo del alma; ahí está el misterio.
Te voy a contar algo que no sabes. En mi época de emigrante,
en París, frecuentaba un centro de cultura. Actué algunas veces tocando la
guitarra y cantando. Tocaba algunas canciones de estilo flamenco que a mi me
parecían alegres, pero no era así: eran tristes. Me lo hizo descubrir una
señora que tocaba el piano. Y algo de música sabía. Yo tocaba “No siento los
dineros, que me robaron/ sino mi perro Lucero que me mataron…” de Rafael
Farina. Yo discutía con la señora asegurando que era una canción alegre, porque
yo la sentía así, me llegaba al fondo del alma y por eso creía que era alegre.
Pero la señora me dijo: “La está tocando en “la menor” y eso es un tono triste,
al contrario de cuando se toca en “La Mayor”, por ejemplo”. Pero yo, terco de
mí, apostaba lo contrario. Después supe que ella tenía razón.
Vengo a decirte esto porque en el fondo hay melodías tristes,
incluso melancólicas, en las que uno siente el regocijo del alma; la vida es un
verdadero misterio.
Me alegra que mi mente, madre, te haya recordado por las
canciones; alegres, aunque en realidad fueran tristes, pero tú las vivías con
la alegría, las entonabas con la alegría de tu alma, y esa es la clave, madre:
las canciones que tú cantabas siempre me alegraban porque, aunque fueran
melodías tristes, como digo, en tu voz, iba impresa la melodía del amor, no me
cabe la menor duda: por eso eran siempre alegres.
Y mira por donde, tumbado en el sofá, me ha venido ese
recuerdo y, es que, madre, hay momentos y sonidos, y aromas también, de los que
uno jamás se desprende en la vida; sobre todo, cuando te das cuenta de que la
separación física es solo un mero trámite: Lo que perdura es la ilusión de
haber vivido esos momentos, de ahí la vigencia de los recuerdos: el lazo que
nos une para siempre jamás.
1 comentario:
Saludos,
-Manolo-
Publicar un comentario