12 junio 2020

LA MÚSICA O LA MELODÍA DEL ALMA












Todo estaba en silencio, en mi cuarto, con un rayo de sol que se colaba a media altura y alumbraba casualmente tu retrato en la pared. Te hablo de “tú “porque si empleo el “usted”, muchos jóvenes creerían que no es con mi madre con quien hablo.
Siempre te hablé de usted, hasta el último día de tus noventa y un años. No me salía el “tú”, porque en los años cincuenta y sesenta de mi infancia era así. “Hay que respetar a los mayores por edad, dignidad y gobierno” no enseñaba el maestro escuela. Todo ha cambiado, madre, se ha perdido parte de ese respeto: ahora muchos les “exigen” a los padres: es el mundo al revés.

Pero yo quería hablarte de algo que me acaba de suceder. Sé que me escuchas allí donde estés, por eso comparto esta revelación que te alegrará; lo sé bien.
Estaba tumbado en el sofá, contemplando tu retrato que alumbraba el sol y creí escuchar tu voz, la voz de tu canto melódico, de terciopelo, voz cristalina a veces, porque cantaste hasta los noventa años, y esas melodías perduran hasta el final de los tiempos.
Entonces me vino a la mente aquella canción que cantabas cuando, en el pilón del huerto, lavabas los pañales, creo que entonces éramos seis hermanos. Recordarás que a partir del octavo y hasta el undécimo, la lavadora que compraste a doce plazos —uno por mes— tomó el relevo.
No sé por qué le tenías tanto cariño a esta canción:
“El día que nací yo, que planeta reinaría/ por donde quiera que voy/ qué mala estrella me guía./ Estrella de plata la qué más reluce/ ¿por qué me llevas por este calvario, llenito de cruces?….”. Yo te escuchaba embelesado y tú me reías complacida, mientras tendías los pañales en la hierba. Pero me daba que pensar eso de “…por este calvario llenito de cruces”, y yo me imaginaba la Semana Santa, y toda aquella tristeza de las cruces del calvario y los santos del altar escondidos detrás de aquella enorme sábana morada que los cubría.

También recuerdo cuando cantabas “La vida en Rosa”, ahora sé que es de Édith Piaf. Me quedé con esta estrofa que sigue intacta en mi mente después de más de sesenta años:” “Desde el día en que nací/La vida para mí / fue de color de rosa/ Y me siento tan feliz/ que cualquier día gris/ es de color de rosa…”. Esta es la letra oficial, pero en mi mente, la que cantabas con tus amigas, camino del juego de pelota, la plaza donde bailabais el día de la fiesta de “Las Madrinas”—tendría yo no más de cinco años—la letra era algo distinta porque así me quedó grabada y debió hacerme mucha ilusión porque aquí, dentro en mi cabeza, sigue de esta manera: “Ay, el día en que nací, fue todo para mí /color de rosa…” Tú me dirás si estoy en lo cierto. Tan de rosa debió parecerme veros cantar a las jóvenes que erais entonces, que me quedó grabada a fuego. Y me sigo preguntando por qué cantabas tanto a pesar de atender la casa; ir a por leña al campo, espigar, remendar, hacer la comida, lavar, y no sigo, para qué, si lo sabes mejor que yo. ¡Ah!, se me olvidaba que también pasabas la noche amamantando al hermanito de turno. O sea que apenas tenías descanso en las veinte cuatro horas. No es por nada, pero no está mal recordarlo.

Todas estas canciones, algunas tristes, al menos por la letra, y otras menos tristes, las cantabas siempre con el mismo semblante de alegría. Yo debí heredar ese rasgo cantarín, lo cual te agradezco, porque no he hecho otra cosa en mi vida. Pero volviendo al motivo de esas canciones, ahora, o mejor dicho, hace bastantes años, me he dado cuenta de que las canciones aunque sean tristes, en el fondo de uno, son alegres, avivan sentimientos maravillosos en el alma; por eso se canta. Y a veces ese canto son lágrimas que salen del fondo del alma; ahí está el misterio.

Te voy a contar algo que no sabes. En mi época de emigrante, en París, frecuentaba un centro de cultura. Actué algunas veces tocando la guitarra y cantando. Tocaba algunas canciones de estilo flamenco que a mi me parecían alegres, pero no era así: eran tristes. Me lo hizo descubrir una señora que tocaba el piano. Y algo de música sabía. Yo tocaba “No siento los dineros, que me robaron/ sino mi perro Lucero que me mataron…” de Rafael Farina. Yo discutía con la señora asegurando que era una canción alegre, porque yo la sentía así, me llegaba al fondo del alma y por eso creía que era alegre. Pero la señora me dijo: “La está tocando en “la menor” y eso es un tono triste, al contrario de cuando se toca en “La Mayor”, por ejemplo”. Pero yo, terco de mí, apostaba lo contrario. Después supe que ella tenía razón.
Vengo a decirte esto porque en el fondo hay melodías tristes, incluso melancólicas, en las que uno siente el regocijo del alma; la vida es un verdadero misterio.
Me alegra que mi mente, madre, te haya recordado por las canciones; alegres, aunque en realidad fueran tristes, pero tú las vivías con la alegría, las entonabas con la alegría de tu alma, y esa es la clave, madre: las canciones que tú cantabas siempre me alegraban porque, aunque fueran melodías tristes, como digo, en tu voz, iba impresa la melodía del amor, no me cabe la menor duda: por eso eran siempre alegres.

Y mira por donde, tumbado en el sofá, me ha venido ese recuerdo y, es que, madre, hay momentos y sonidos, y aromas también, de los que uno jamás se desprende en la vida; sobre todo, cuando te das cuenta de que la separación física es solo un mero trámite: Lo que perdura es la ilusión de haber vivido esos momentos, de ahí la vigencia de los recuerdos: el lazo que nos une para siempre jamás.


1 comentario:

Manuel dijo...

Saludos,
-Manolo-