Ayer, día de Navidad, se celebró
el nacimiento de un niño, del niño que según el cristianismo vino a salvar al
mundo. De modo que el fin de año es el principio de otro reflejado en el
nacimiento celebrado. Venir al mundo en cualquier momento y lugar es motivo de
alegría. Así debió ser la noche en que nací, noche gélida afuera, cálida
adentro, cálidas las manos de la partera, la Tía Vicenta, cálido el espacio
alumbrado por el candil y lamparillas en aceite, el fuego en la cocina
calentando el agua, y el caldo de gallina para mi madre, para recuperar
fuerzas, cálido el primer grito del recién nacido como agradeciendo el empeño
puesto por los allí presentes para que asomara al mundo.
Hace 74 años, en este día, yo
cumplía 20 días, y mis padres celebraban la Navidad con un niño de verdad, en
un Portal de Belén auténtico, con un niño envuelto en pañales de tela suave que mi abuela Pepa se
encargaba de lavar y calentar antes de envolverme calentito, escuchando los
villancicos que me cantaba mientras le daba la vuelta al pañal sobre mi cuerpo,
y ese calor humano siguió fluyendo, y en esa búsqueda del confort y la paz
fueron pasando los años, la vida, hasta hoy.
Siempre es motivo de alegría cumplir
años, porque ese es nuestro sino, y motivo de alegría para mí es relatar estos
hechos, que son, en el fondo, los de todos los nacidos.
“Mamabas que daba gusto, con qué
alegría te enganchabas al pecho”, me dijo mi madre. Mi madre era muy joven. Su
cuerpo lleno de energía hacía brotar la leche como una fuente divina, porque
divina debió ser para la niña que nació un mes después, cuya madre no producía
la leche necesaria para su alimento, y fue así como mi madre la acogió en su
seno para compartir conmigo tan suculento manjar. “Pero mi obligación era darte
de mamar a ti primero, y después de saciarte, ponía a la niña”, decía mi madre
al relatar aquellos días gélidos de enero. Claro que yo me criaba con todo el
regalo “y bien gordito que te criaste, pero con casi dos años, una
bronquitis estuvo a punto de llevarte de
este mundo”. Pero aquí estoy, a pesar de que pudo no ser cuando la parca, por
tres o cuatro ocasiones a lo largo del tiempo, se acercó hasta el límite, pero la
genética heredada le hizo frente y la vencí.
Pensando en aquel momento, me
pregunto si hay algo que encarne mejor el espíritu navideño que lo que hacía
madre con su leche. Creo que no. La niña que era mi hermana de leche y yo,
fuimos creciendo a la par.
—Hizo un frío terrible aquel invierno
—decía mi madre—. Leoncio, el padre de la niña, me la traía arropada bajo su
tapabocas (que es la manta del pastor, pues pastor era Leoncio). El pobre
Leoncio llegaba con la cabeza escondida entre la boina y el tapabocas y,
humilde, casi avergonzado, como quien pide limosna, me decía “Aquí la tienes,
no para de llorar desde hace un rato, creo que tiene hambre”. Me la entregaba
junto a la chimenea y al calor de la lumbre yo la amamantaba. Él salía a la
calle a esperar, por pudor. Cuando había estrujado bien la teta le decía
“Leoncio, ya puedes entrar”. Y él no sabía cómo agradecérmelo. Pero luego
afloraba en sus labios una sonrisa cuando tras entregársela le decía: “No
tienes que agradecerme nada, si no nos ayudamos entre los pobres, quien nos va
a ayudar”. La acurrucaba entre sus brazos. Yo le ayudaba a embozarse en el
tapabocas y así regresaba a su casa aguantando las ráfagas del cierzo que
soplaba en las bocacalles. Así fue aquel tiempo.
Los años pasaron, cada familia
sobreviviendo como podía, compartiendo lo poco que tenía, encontrando en la
palabra del otro el apoyo vital, “pues no solo de pan vive el hombre”,
recalcaba don Matías desde el púlpito, “Qué bien se habla desde lo alto
del cajón cuando se posee un buen gallinero como él, y buena barriga, y no
le da pena cobrar por bautizar a un pobre”, decía mi abuelo Marcial.
Ahora pienso que el ser humano,
como los animales en general, descubrieron enseguida que la vida en grupo,
aunque no faltaran indeseables, era mejor que vivir aislado. Los más humildes
encontraban en los suyos lo mismo que los ricos entre los iguales. Así hemos
llegado a estas navidades, en subgrupos, sin que esa fraternidad encarnada en
la Navidad sea una realidad en este planeta.
Pero Leoncio sí sabía lo que
significaba la Navidad, y mi madre, y la Tía Vicenta, la partera.
Un día, cuando Nati (Natividad),
mi hermana de leche, y yo, habíamos crecido, distanciados, ajenos a aquellos
avatares lejanos, acudimos al salón de baile, como todos los muchachos y mozas
que se iniciaban en los primeros
compases, al son de la gramola, nos miramos a los ojos sin buscar nada que no
fuera divertirse. Ellas sentadas en los bancos esperando escuchar “¿bailas?”.
Nati me dijo que sí. Las manos inocentemente estrechadas, arropando la cintura,
guardando casi instintivamente la distancia que separa la alegría del pecado,
Nati y yo dimos los primeros pasos. Me quedé mirando de soslayo sus opulentos
senos, pues gordita se había criado y, tal vez porque no le faltó leche de las
ovejas que su padre guardaba, ovejas algunas suyas, pero la mayoría de
labriegos pudientes. Avanzamos al ritmo de vals, a nuestra manera. Por un
momento pensé: "Qué bien te vino, “condená”, que compartiéramos leche”.
Ella nunca hizo mención a este
hecho fraterno. Yo tampoco. Ella se casó. Yo también. Y tuvimos descendencia, y
la vida siguió como fluye el agua de manantial, sin más. Me hubiera gustado
haber tenido una relación más estrecha, pero nunca fue de palabra desprendida.
Su padre era así también. Algo taciturno, o al menos me lo parecía. A este
respecto, me comentaba mi abuelo Marcial que un día de verano tendió la manta
en el suelo, a la sombre de un roble, y
cuando se despertó estaba invadido de hormigas hasta en los más recónditos
entresijos, tal fue el empeño de ellas
en colonizar —no se sabe por qué— su cuerpo. Hubo de regresar al pueblo
para deshacerse de tal asedio cambiándose toda la ropa. Pues sí que era un alma
extraña. Siempre lo vi en el campo con su rebaño, alejado de otros pastores,
apoyado el trasero en su cayado, vagando quién sabe por dónde sus pensamientos en medio de la soledad,
compañera fiel de sus pasos con las abarcas y el bajo de los pantalones de pana
remendados metidos en los gruesos calcetines de lana tejidos por su esposa a la
que la Naturaleza, tal vez sabia, le negó
más hijos.
Algunas veces, durante mis
vacaciones estivales francesas, recorría el campo de mi pueblo, y cuando lo
veía me tentaban las ganas de hablar de aquellos días que llegaba con la niña
como llegan los pastores con su cordero al Belén. No fue posible. De modo que
este relato navideño es un revivir lo que solo se conoce por la transmisión
oral, como es el caso de Jesús de Nazaret. Tal vez la Navidad sea eso: un revivir
lo inasible, lo soñado, un abrazar lo
más íntimo de uno mismo, un perseguir la paz interna. Amén
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