El día de Todos los Santos es el día de todos, de todos los Germanes,
de los Afrodisios, de las Isabeles, de las Raqueles, de los Josés y las Marías
Josés, de las Nieves y Noelias y de todos los que deseamos un mundo en paz.
Hoy es el día del santo que llevo dentro, es decir, de todos los que
conocí y se fueron, los que pasaron por este mundo, dejaron su impronta y se
marchitaron, en un visto y no visto, como la rosa del jardín, como el viento primaveral
que entró por la ventana y perfumó las alcobas, como el humo de la chimenea que
se elevó hasta perderse en el cielo, como la oración que en este día la abuela
iba desgranando en las cuentas del rosario, en la cocina, al calor de la
lumbre, con su semblante serio y tierno a la vez, con su dulce voz que sigo
escuchando, “El pan nuestro de cada día dánosle hoy”, pasándose la mano por
debajo del pañuelo negro sobre la cabeza en un gesto comedido, como acariciando
las arrugas de su frente que este día eran arrugas que descansaban en paz, la
mirada fijada en los leños que ardían cuyo semblante nos sumía en un profundo estado de recogimiento expresado en nuestras
manos entrelazadas y nuestras caras arreboladas, con el viento bramando en la
boca de la chimenea, a veces unas gotas de lluvia hostigada que se hundían en
el hollín grasiento y rugoso avivando su olor agrio, gotas que se deslizaban
como lágrimas negras, como deseando unirse a la oración, hasta que el calor de la
lumbre las evaporaba y volvían al cielo abrazadas al humo, mientras el gato ronroneaba como si entendiera que ese
momento era de recogimiento y, entretanto, el silencio, el silencio espiritual
que anidaba en el corazón de todos, cuatro hermanos sentados en el escabel, dos
en sillas bajas de enea y abuela y madre en el centro, silencio al compás de
las ráfagas del viento que también callaban en breves lapsos para no interferir
en el cambio de oración, y todo fluía como dirigido por una mano invisible,
quién sabe si el alma o el espíritu de los que se fueron, todos presentes en el
recuerdo, todos unidos en torno a la abuela cuyo rostro cobraba el rosado o
amarillo, o dorado o azulado de las llamas danzarinas que los leños regalaban en
suave susurro al consumir su propia existencia, “Padre nuestro que estás en el
cielo…”, la voz hilvanando ruegos, a veces callada, a veces sumisa, la voz
tierna, la voz que era alimento de tantos años velando por los hijos, y por los
nietos, para que no les faltara un trozo de pan, lavando los pañales de los primeros
días de vida, la vida misma envuelta en pañales y entregada en lienzos, benditas
abuelas, “Dios te salve María, llena eres de gracia…”, la gracia de seguir
viviendo, de seguir con la plegaria, por los vivos y por los ausentes, que no
muertos, la gracia de sentir el amor fraterno, la gracia de amar al prójimo
como a uno mismo, la gracia de entender que estamos de paso sin apenas darnos
cuenta, la gracia de amar a los que amaron, de abrazar a los que abrazaron, la
gracia de no ser devorados por la envidia, por la soberbia, por el
resentimiento, por la codicia, por, por … “Ruega por nosotros…”, y el viento
parecía que iba amainando cuando el rosario que desgranaba la abuela llegaba a
la última cuenta, palpando la bolita sin mirarla, para cerciorarse de que todo
tiene su fin, de que todo tiene su premio en la vida a poco que hayas entendido
que nada es eterno, y que lo material es perecedero, a veces insalubre, y hasta
el gato estiraba su lomo como si también entendiera que llevaba mucho rato sin
recibir una caricia, y que los leños se iban consumiendo y el calor no le
llegaba igual, en la cocina lóbrega sin ventanas, donde todo estaba en su
sitio, las llares, las trébedes, el fuelle a mano para seguir avivando la llama
que languidecía, cocina de pobre, más iluminada que nunca ese día, más alegre
que nunca en el silencio, más serena también, porque la abuela con su presencia
imprimía ese halo misterioso que solo la vejez otorga, cocina austera, sin olor
a embutidos en el techo ni queso, porque no había, solo algo de manteca de
cerdo donde no llegaban los ratones, negro el frontispicio de la chimenea de hollín
celestial de sofrito humilde, blanco inmaculado los tabiques de adobe encalados
con cariño por madre cada verano, adobes fáciles de horadar por algún ratón
atrevido, pero para eso estaba el gato, para zampárselo, “sed humildes y no olvidéis nunca a los que os
amaron. Que Dios nos proteja a todos, hijos…”. “Sí, abuela, así lo haremos”, y sus
ojos se iluminaban al escuchar de nuestros labios la obediencia de niños
educados en el respeto a los mayores y en el amor a los abuelos, y terminado el
rosario, ella nos pasaba el crucifijo de éste para que lo besáramos,
convencidos de que ese gesto nos libraría de muchos males, nos liberaría de
muchos miedos, y así debió ser, porque aquí seguimos todos los hermanos;
rosario balsámico que tenía el don de hacernos mirar hacia dentro que es donde
está la esencia del ser humano. Ni padre ni abuelo participaban de esta
reunión, abuela y madre rogaban por ellos ocupados en otros menesteres.
Abuela se levantó ante el quejido de la silla, poniendo la mano en el
cuadril, “dichosa cadera, los años, hijos”; nos besó y, “no olvidéis, hijos, de
rezar al acostaros”, y así lo hicimos.
Salí con ella afuera, para acompañarla a su casa por el camino que
bordeaba los alrededores, entre ráfagas gélidas que azotaban la cara.
La noche comenzaba a adueñarse de la aldea. A lo lejos vislumbré una
luz borracha que flotaba como un fantasma y apreté la mano de la abuela, “no
temas, hijo, Dios nos protege, es la luz del farol del tío Leandro que va al
corral porque una oveja le ha parido dos corderos.
Las campanas comenzaron a tocar
su lastimero tin, tong, y ya no callarían en toda la noche. Adentro, en la
iglesia, dos monaguillos sentados en un banco tiraban de la cuerda que llegaba
hasta el campanario activando el badajo, y las campanas modorras seguían
llamando a la oración, al recogimiento y al descanso, mientras los muchachos
comían castañas, higos pasos y pan tostado, hasta que a media noche los
relevaron cuatro mozos que se instalaron con una mesita donde colgaba la cuerda
y activaban el sonido lúgubre, casi fantasmagórico en medio de la noche
tenebrosa y gélida, tin, tong, tin, tong, sonido que ritmaba la partida de tute
que celebraban mientras comían castañas y chorizo y bebían de la bota de vino“.
¡Benito, las cuarenta!”. “No joden, pero atormentan”. “No blasfemes, Benito,
que estamos en la iglesia”. “No toques tres veces seguidas, Manolo, que son
dos”. “No te preocupes, Benito, que el cura duerme a esta hora”. “Pero no la
tía Filomena que es tan beata que pasa la noche en vela”. “Veinte en bastos, y
atiende las campanas que te has olvidado dos toques”. “No importa, Manolo, el
bueno de don Matías, el cura, me dio ya las cuatro pesetas para cada uno, aquí
las tengo en el bolsillo”. “¿Habéis oído el gallo de la Piluca?”. “Sí, no
tardará en amanecer, y nos estamos quedando sin vino”. “Manolo, que has dejado
de tocar casi cinco minutos”. “¿Te extraña?, ha sido por estrujar la bota de
vino”. “¿Has visto?, Paco, ya empieza a clarear, vámonos, muchachos, que me
dijo don Matías que dejáramos de tocar al alba”.
Pero eso, amigos míos, fue hace muchísimo
tiempo, y después, cuando yo peinaba canas marchitas, llegó Halloween, acaso para
remediar algo, o para enmascararlo todo.
A cada generación, sus certezas y
desengaños, sus alegrías y llantos…, y su toque de campanas, ya de vuelo alto
cansado hacia el olvido.
Que el universo que nos trae y nos lleva a su antojo, nos sirva un
mundo (en este día de Todos, de Todos los Santos), pleno de armonía y paz.
Amén.
Félix Carreto.
La Zarza de Pumareda. 1 de
noviembre de 2022
1 comentario:
Amen. Pienso en que todos estos recuerdos le llegarán a tu abuela y se sentirá orgullosa de cómo sus consejos, su semilla germinó en aquellos nietos, entorno a la lumbre y los rezos que iba desgranando; y cómo aquellas lecciones de vida prendieron de manera especial en Félix. Cuando te encuentres con ella, que espero sea dentro de muchos, muchos años, serás tú quien darás lecciones a ella, pues no parará de preguntarte por tu vida, después que ella marchó y todas estas cosas actuales que te traes entre manos y tendrás que ponerla al día. Y si ya se sentía orgullosa de ti, después de todo mucho más.
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