Eran cinco los pinos o eran cuatro? La memoria nos juega estas faenas porque tengo en mi mente de chaval grabados cinco. Tal vez talaron uno, o quizás siempre hayan sido cuatro, como ahora. No importa.
Ahora quiero dirigirme a estos cuatro pinos robustos y
nobles de mi infancia, ahora que han sido agredidos, heridos, mutilados en
parte porque no pudieron resistir la ingente cantidad de hielo, tal vez más de
cien kilos, en todo caso una cantidad descomunal de agua que una noche cayó y
al instante se congelaba, fenómeno que ni los más viejos del lugar recuerdan
haber visto jamás.
Son pinos centenarios que nacieron ahí, o los plantaron,
juntitos, unidos para disfrutar y también para ayudarse y hacer frente a las
agresiones atmosféricas.
Son la frontera entre las últimas casas del pueblo y el
campo, su vocación es por tanto doble: Servir a la vez al pueblo y al campo. Se
yerguen majestuosos, altos como el campanario, mirándose ambos, intercambiando
aromas y sonidos: Olor a incienso a cera y procesión destila el campanario, y
aroma a resina, a hierba fresca, a cordero recental, a piñones y a paja
trillada le envían los pinos: son los aromas de mi infancia.
Hermanados para siempre, pinos y pueblo, pueblo y pinos, han
labrado primaveras, han soportado chaparrones, sorteado la ira del rayo y han
renacido en cada Semana Santa que siempre anuncia el nuevo tiempo; la
exuberancia primaveral que culminaba en la trilla bajo la sombra de los pinos,
cosecha a veces conseguida a fuerza de rogativas invocando a la lluvia desde el
campanario, para que al final bajo los
pinos se disfrutara separando la paja del trigo, pan nuestro de cada día, pan
que fue también el fruto de tantos padrenuestros rezados por las abuelas que
velaban por su prole y descendencia.
Estos pinos tiene
dueño, dueño oficial, propietario legal impreso en pergamino notarial, pero
estos pinos son también míos, y de quien creció y vivió alegre con ellos, a su
sombra en verano, al ritmo de las piñas que cada año dejaban caer su fruto.
Los pinos pueden cambiar de dueño, pero seguirá siendo
sentimentalmente y para siempre, de cuantos los llevamos en el alma, pinos de
nuestra infancia y juventud.
De modo que estos pinos son míos porque los llevo dentro,
porque comí sus piñones, porque levantaba un trozo de su corteza y la hacía mía para moldear un barquito que
flotaba en el pilón, en una caldereta llena de agua, en cualquier lugar, por
todo eso los llevo dentro, su polvo es mi polvo, y su tierra la mía, tierra de
mi tierra, agua de botijo que también llamábamos barril, barro refrescante en
la era, como refrescante es la sonrisa placentera sin trampa de una de las
fotos emblemáticas del pueblo con tres personas en la era, sonrientes, con el
sombrero de paja en la mano, posando, risueños, felices por el trabajo
expeditivo realizado por la primera trilladora que fue para el campesino como
la llegada de lavadora para el ama de
casa.
Fueron muchas las horas que pasé bajo los pinos, entre
ellos, sorteándolos con el tirachinas dispuesto a tumbar un pardal, o un tordo
o una tórtola que se dejara caer en la cazuela, pero no coseché nada, solo
ilusión y la alegría de retozar entre la torre el juego de pelota y los pinos.
Tan dentro de mí los llevaba que una noche soñé que había
hecho con unas tablas una casita allí arriba, y subía con una soga atada a la
rama, y desde allí veía las procesiones de Corpus y San Lorenzo, y allí estaba
al cobijo del sol de verano y de la ventisca en invierno, hinchando los
pulmones con olor a pino, y desde allí veía trillar y también el cortejo fúnebre camino del
cementerio, y veía a Serapio a la cabeza de la comitiva, algo encorvado por sus
más de ochenta años, pero ágil y decidido, mostrando el camino último, del que
no había que temer nada porque allí se iba a descansar; a esa conclusión llegué
al verlo siempre en cabeza porque no había peligro de emboscada, sino reposo y
paz al final del camino, hasta que un día ya no lo vi más, y otro había tomado
el relevo con la misma fe y convicción.
Pinos de mi adolescencia cuando los montones de paja
trillada a máquina, Ajuria (Vitoria) creo haber leído entre sus armazón de
hierro y madera, con unas ruedas de hierro que le costaba un mundo arrastrar a
la pareja de bueyes—vacas moruchas de recio esqueleto y cornamenta majestuosa.
Aquellos montones de paja de varios dueños iban
desapareciendo camino de pajar. Y allí estaba yo encalcando la paja mientras
Indalecio me cubría de paja en cada bieldada, “bielda” que llamábamos
“brienda”, protegido yo con un saco de esparto sobre la cabeza y espalda,
sudando por dentro y barnizado el pecho con el polvillo.
Y cuando él marchaba con el carro lleno al pajar, yo echaba
un trago de agua del botijo y con una navaja esculpía mi nombre en la corteza
de los pinos para quedar para siempre uncido a ellos.
Por tanto apego, ahora que nos hemos hecho viejos o vamos
camino de ello, los pinos y yo, ellos perdiendo ramas y yo pelo, que viene a
ser lo mismo, me he puesto triste al ver parte de su frondoso ramaje en el
suelo, como brazos amputados que no soportaron el peso de los años, como el
abuelo cuya cadera cede y rompe el hueso, porque los años es eso; un irse poco
a poco, en sordina, desprendiéndose de lo que fuimos, de lo que era irrompible
o se reparaba en un abrir y cerrar de ojos.
Los pinos han entregado parte de su esqueleto, ya
irreparable. Pero ahí siguen con la ilusión de siempre mirando al campanario, y
celebrando procesiones y acogiendo aves de paso, y aunque ya no hay vida de
paja y grano y botijo de era, hay corderos recentales que siguen bajo
ellos balando y poniéndole vida a la
vida. Tras hacer las fotos me abracé a ellos para sentir sus vibraciones, que
es otra forma de hablar o de comunicar, en todo caso de compartir.
Me alejé mirándolos
con ternura, porque somos de idéntica madera,
maleable, a veces frágil, a
veces resistente, madera batida por los
cuatro vientos, torneada por la insolencia de tiempos agrios, de escarcha y
ventisca, pero también por primaveras perfumadas, madera que llora
resina como lloran los cirios de Semana Santa, madera que abraza su destino, sin más.
Sigo caminando con los cuatro pinos de mi infancia, y los
sigo mirando con la misma ternura y agradecimiento con que se mira a un abuelo que es la esencia de la vida
vivida y esculpida a base de sacrificio pero también cantando y bailando y
riendo cuando por la fiesta de las Madrinas ya todo estaba limpio de paja y
grano, la panera y el pajar llenos, mientras, la vida sigue su rumbo, sin
detenerse, sorteando la ventisca y el rayo voy, con el alma entre el campanario y los pinos. Entre el
recuerdo y la esperanza.
1 comentario:
Pues también estoy en duda, o me la has transmitido tú, ahora, si eran 5 o 4 pinos.
Puede que fueran y sean cuatro, pero ahora un poco desmejorados, sin la prestancia y lozanía de sus primeros años. No sé cuantos años llevan ahí. Ando con unas imágenes del pueblo, para hacer, si me sale, un SKYLINE del mismo y ahí tengo una imagen de los pinos. Creo que habría de incluirlos, su conjunto, como un icono más del pueblo. En realizad ya lo son, pues en casi todas las fotos y panorámicas, salen; ahí están con su estampa, que sirve de orientación y situación.
Recuerdo, cuando niños, en verano para la trilla, instalada allí la Ajuria-Vitoria, se tiraba un cable eléctrico desde el transformador hasta los pinos y en el tronco de alguno de ellos se clavaba el gran interruptor, aquellos con mango para conectar y desconectar la trilladora, que había que hacer con prudencia en dos o tres intentos-conexiones: SUBIR, BAJAR, SUBIR BAJAR, esto es conectar, desconectar, para que la máquina iniciara su andadura con revoluciones suaves evitando así un arranque brusco que siempre resultaba fallido expulsando, despidiendo alguna de sus correas con el consiguiente peligro si alcanzaba a alguno de los allí presentes. Nos resultaba a los niños muy curioso su funcionamiento, además de novedoso en aquella época, aquel conjunto de poleas, unas movían a otras y éstas a otras, piezas moviendo cribas en vai-ven,... y como todo lo que le metías por arriba , triturado, trillado y siguiendo su recorrido, cada cosa iba a su sitio, el grano a los sacos que se iban llenando, la paja al final, todo en orden. Una FASCINACION para nuestra edad y tiempo.
Y sí, claro que sí, esos pinos, su conjunto es algo de todos.
-Manolo-
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