30 mayo 2009

El río que me lleva y llevo.










El río que me lleva es nuestro río, el Uces, que a través de los siglos ha configurado un paisaje agreste, intrincado y de suma belleza a su paso por La Zarza. Aquí comienza a encajonarse horadando rocas o moldeándolas caprichosamente mostrando cuando emergen, llegado el estío, sus curvas y los pulidos guijarros aprisionados entre las oquedades. Los márgenes del río están jalonados de robles y fresnos cuyos troncos retorcidos desafían la furia de la corriente en invierno, y en otoño, el colorido de las hojas se refleja en el espejo del río ofreciéndonos un espectáculo sublime de luz y color.
Aguas abajo, el río se hunde vertiginosamente formando la hermosa cascada del Pozo los Humos entre Masueco y Pereña, pero allí el acceso para el pleno disfrute es más difícil que en nuestro lugar.
El cauce de nuestro río fue transitado aguas arriba, aguas abajo por labradores y pastores a lo largo del año desde tiempos remotos hasta que el éxodo rural lo abandonó a su suerte.
No sé si el río ha envejecido porque no es el mismo de mi infancia, tal vez hayamos envejecido a la par: los senderos de antaño los ha cubierto la naturaleza, los molinos se han derrumbado, los cangrejos apenas existen, el silencio se ha adueñado del lugar, sólo la belleza salvaje permanece intacta. Quizás el emblemático puente Robledo, un tanto remozado, represente el resurgir de una nueva época de ocio y disfrute.
El río que me lleva es el agua pasada que movió el molino, el cierzo que enrojeció mis mejillas, el jueves merendero, el lunes de Pascua y cualquier día de verano buscando el frescor de sus aguas tranquilas.
Cuando éramos chavales el lunes de Pascua era de visita obligada para comer el hornazo y, de paso, jugar en la arena que formaba una mini playa en el Picón del Águila. En la arena escarbábamos, no para buscar pepitas de oro sino en busca de chirlas y mejillones que, aunque parezca mentira, las hubo si bien, disminuían año tras año anunciando su paulatina desaparición. La pesca del cangrejo resultaba un juego a veces hilarante, sobre todo cuando algún atrevido sacaba su mano del agua con la pinza del cangrejo colgando de un dedo, sacudiendo enérgicamente el brazo para deshacerse de él. Los cangrejos, ranas, peces y alguna culebra de agua que serpenteaba ingenuamente por la orilla eran victimas de nuestra obstinada persecución. Así los momentos de jolgorio se sucedían escena tras escena. Asi íbamos creciendo, al ritmo del río, y nuestras correrías desembocaban siempre en él. Cuando llegaban las vacaciones escolares, junto con mi hermana mayor, me gustaba arrear, el día que nos tocaba por turno, la piara de cerdos hasta el Picón del Corzo, junto al rio. Los cerdos conocían el camino y bastaba con seguirlos entre cañadas angostas bordeando el regato de Valle Estendija, poblado de frondosos robles donde los arrendajos nos recibían con sus estridentes trinos. Llegados al destino los cerdos se metían a la carrera en la charca chapoteando y rebozándose en el lodo para despojarse de pulgas y otros parásitos. Al atardecer regresaban solos. Aquel paraje en el mes de junio nos ofrecía el frescor y el aroma de los robles, espinos, escobas y helechos que jalonaban las estrechas y sinuosas cañadas, para regresar a casa contentos como si de una romería se tratara.
Con Alejandro, quinto mío, cuyos hermanos mayores guardaban el rebaño de cabras en el entorno del rió, acudía a la balsa de la peña Singuilina, junto al molino. Alli formábamos haces de bayón, los atábamos y nos subíamos encima, en cueros como indios del Amazonas para remar en las aguas quietas mientras los abejarucos adornaban el cielo con su plumaje, amarillo verde y rojo y nos acompañaban con sus trinos en un vaivén incesante, volando no muy alto sobre nuestras cabezas. Después trepábamos algún árbol para sorber huevos de los nidos con la técnica que de Alejandro aprendí. Casi siempre regresábamos a casa con algún lagarto cuya sabrosa carne perdura en mi paladar.
El río nos iba haciendo adultos antes de tiempo. En ese aprendizaje, aún en época escolar, acompañé a Pacho, célebre pastor, como asistente o rabadán.
El Cimero que es la ladera más abrupta, mirando al naciente, era el refugio del ganado, básicamente cabras y ovejas, durante el crudo invierno.
Acompañando a Pacho descubrí la dura y monótona vida del pastor. Varios rebaños recorrían la ladera y mi tarea era evitar que nuestras ovejas se mezclaran con otros rebaños. Entonces ligero de peso y de años subía y bajaba entre peñas y matorral para recuperar alguna oveja descarriada.Llegaba la hora de comer y si soplaba mucho el viento o llovía, siempre había una cabaña para refugiarnos y quitar el frío al calor de la hoguera. Cuando el viento soplaba fuerte se escuchaban los cencerros y las esquilas de los rebaños lejanos, las voces y silbidos de otros pastores corrigiendo la trayectoria del ganado con algún exabrupto añadido.Pacho, en cuanto a regañinas a las ovejas no era parco. Mucho me pude reír con él, aunque medio a escondidas por temor a algún reproche,porque resultaba realmente desternillante cuando le oía gritar:”¡oveja modorra échate pa. quiii”!.¡ por las barbas de satanás, ande irá esa cancina zurráaaa!.. Después la tomaba con el viento “¡el airito cristo que no para, cristo, recristo y requetecristooo! Yo seguía riéndome a escondidas porque toda aquella letanía acompañada de aspavientos y gestos desafiantes me resultaba divertida; lo que unido al gañir de algún perro al levantar un conejo, al rumor del río en su discurrir, al ulular del viento entre las ramas desnudas de los robles, conseguía romper la monotonía del día a día en aquellas jornadas sombrías del invierno.
Con el paso del tiempo aprendí que los exabruptos y supuestos accesos de cólera de Pacho y otros pastores contra el ganado, no eran tales. Era una forma de encontrarse a sí mismo, de afirmar su temperamento,su carácter indómito para enfrentarse a las adversidades, una forma de hacerse escuchar para marcar en cierto modo su territorio, lenguaje que cada cual había identificado perfectamente y cada cual sabia donde estaba el límite para no violentar al otro, puesto que al haberles reunido allí el destino,sabian que lo mejor era compartirlo todo amistosamente.Gran sabiduría adquirida de forma natural. Así cada cual conservaba su propia esencia sabiendo a que atenerse en cada momento.
Después, de regreso a casa cuando la noche se avecinaba, dejábamos atrás el matorral avanzando lentamente cuesta arriba entre senderos abiertos por el ganado, acompañados por el crujir de la hojarasca a cada paso y las ramas de las escobas que nos salían al encuentro, sorteando portillos derrumbados y piedras dispersas en el recorrido las cuales, Pacho, afirmaba conocerlas a todas y cada una porque según él llevaban allí años sin moverse, y eran compañía fiel y muda en su sudiscurrir en el tiempo. Yo me lo creí porque me parecía verosímil.
Al llegar al pueblo nos aguardaban las mortecinas luces que como almas impávidas flotaban en la densa atmósfera que formaba el humo de las chimeneas,y eran fieles compañeras del deambular de las personas con el farol en la mano camino del corral o de casa. Aquel humo que unas veces indicaba la dirección del viento y otras se apelmazaba sobre los tejados aferrándose al calor hogareño,representaba, no obstante, un momento de regocijo,pues detrás estaba la olla ronroneando al calor de la lumbre o la sartén friendo el tocino o el farinato para la cena. Ya en casa, nos acomodábamos en la cocina en torno a la mesa camilla con su brasero, para degustar la cena que Ricarda había retirado poco antes de la lumbre. Nos esperaba un buen plato de patatas cocidas, después un trozo de farinato y con un poco de suerte una tajada de costilla de cerdo adobada. Despues con el estómago alegre, retornaba a mi casa y subía al sobrado para acostarme. Antes tapaba con un saco el ventanuco para que no se colase el frío y me metía en la cama ya caliente pues eran tiempos de posguerra, tiempos de compartirlo todo con los hermanos. En la cama los sabañones comenzaban a picar rabiosamente y solo cuando el picor cesaba me dormía acunado por el viento que silbaba entre las tejas y zumbaba como un moscardón en la boca de la chimenea.
Fue mi primera experiencia de pastoreo, me gané el sustento y aprendí cosas que no se enseñaban en la escuela. En mi mente quedaron sellados para siempre los aromas de aquel entorno: el olor del musgo adherido a las peñas y árboles, el olor a lana mojada de las ovejas, el olor del humo que impregnaba la ropa en la cabaña, el olor a hojarasca húmeda, el olor a majada y el olor de mi propio pelo cuando mojado por la lluvia resbalaba por la frente.Olores, sensaciones perennes, compañeras de viaje en aquellos días grises de invierno.
Concluida la etapa escolar a los catorce años, el entorno del río nos proporcionaba los elementos necesarios para seguir curtiéndonos a nuestra manera. Asi, con Paco, quinto mío, emulando a nuestros padres, conseguimos a duras penas izar a lomos del caballo los tres haces de leña que componían una carga completa. Los haces no eran como los de nuestros padres pero nos sentíamos orgullosos de haber superado el examen que nos ascendía a la categoría de adultos a los dieciséis años. Un buen día de verano, serví de guía a Julia, para acompañarla hasta la balsa de Singuilina para lavar dos sacos de lana que transportaba el burro. Julia, que atendía las labores domésticas de Dña Daniela, de la que guardo un grato recuerdo, lavaba la lana, la extendía sobre las rocas del río y yo le daba la vuelta una vez seca. Junto a la fuente, a la sombra de los fresnos, nos ofrecimos la suculenta merienda que Julia guardaba en un fardel: tortilla, jamón y chicha de conejo, y cómo no, el exquisito pan que amasaba mi abuelo Ángel. El intenso calor secó pronto la lana y regresamos ladera arriba guiando al burro entre trochas llenas de obstáculos para avanzar lentamente hasta llegar a campo abierto.
Una vez más me había ganado el sustento y disfrutado del maravilloso entorno del río.
Para intentar medrar en otros pueblos cercanos, abandoné por un tiempo mi río.
No había cumplido aún veinte años cuando una mañana temprano subí al coche de línea con mi maletón lleno de ilusiones, de ropa y alimentos para un largo viaje a lo desconocido y cuyo destino seria Suiza. Cuarenta y ocho horas de tren desde Salamanca hasta Berna. De allí al cantón de Zurich donde me esperaba una ardua tarea. El único recuerdo grato que guardo de aquella experiencia suiza se lo debo a la majestuosa imagen que ofrecía la cresta nevada del Mont-Blanc, cuando al atardecer con la luz horizontal del sol parecía un inmenso cucurucho refulgente colgado en medio del intenso azul del cielo. Era una sensación indescriptible de belleza y grandiosidad. En cuanto pude me escapé rumbo a Paris donde al final encontré aposento, fue mi casa y mi segunda patria.
Desde entonces, cuando volvía de vacaciones en verano, lo primero que hacia era visitar el rio. Todos los días, aprovechando la fresca a primera hora, emprendía el camino del rio. Me gustaba hacerlo campo a través, disfrutando de las tierras de barbecho y de otras sin labrar, a menudo llenas de cantos y piedras mil veces volteadas por el arado en otro tiempo, algunas cubiertas de minerales (hierro, cuarzo ). Subía y bajaba lomas y quebradas, lanchares y taludes, deteniéndome en alguna fuente para echar un trago de agua y, de paso, saludar a la salamandra perezosa que flotaba en el fondo, para proseguir la marcha hasta unirme con las aguas quietas y siempre renovadas del río. Se había convertido el río en un lugar de ocio y durante las vacaciones de verano, hermanos y algún amigo acudíamos a menudo para empaparnos del paisaje agreste y acogedor. Un día, mis hermanos salieron antes que yo camino del rio. Cuando llegué a Singuilina no había nadie. Pensé que solo podían estar en el Picón del Águila, a unos dos kilómetros aguas arriba. Sali al encuentro por el camino más corto que era el propio cauce del río saltando de peña en peña, lo que no me impresionaba pues de las cabras que guardé de chaval en las Arribes del Huebra aprendí el arte del equilibrio. El sol picaba ya a media mañana, no llevaba agua y cuando me uní al grupo llegué exhausto. Permaneci un largo rato refrescándome en el agua y, sentado en la arena, con el agua hasta la cintura, degusté el plato de paella que me sirvieron.
Era un tiempo sin estres, o al menos me lo parecía, y año tras año, repetíamos las excursiones, siempre a pie, hasta que el progreso me llevó a conseguir un coche con el que podíamos acercarnos hasta un kilómetro del rio. Entonces podíamos llevar más equipaje, hasta un colchón inflable con el que disfrutaban los pequeños (mi sobrina Sandra y su amigo Jonatan) desplazándose por la poza. Despues, suculenta comida (embutidos de nuestra tierra, paella, tortilla y vino refrescado en la fuente) y luego siesta a la sombra de los robles. Por la noche, al fresco, en el bar de la señora Esperanza, recordábamos las peripecias del día mientra apurábamos unas cervezas. Han transcurrido más de cuarenta años desde que comencé a frecuentar el río, unas veces por necesidad y otras muchas para divertirme. Últimamente, cuando aún no estaban terminados los nuevos caminos de la parcelaria que transformarían completamente el paisaje y borrarían definitivamente innumerables huellas dejadas por nuestros antepasados, me dirigí hacia el río entre caminos viejos en vías de desaparición y otros recién abiertos, para despedirme de las trochas y cañadas que no volvería a ver y que solo perdurarían en mi mente. Cerca ya del río me topé con Adela, quinta mía, su esposo y su madre, que caminaban por sendas que tampoco volverían a transitar. Nos saludamos y estuvimos recordando anécdotas de nuestra infancia, pues hacía muchísimos años que no había coincidido con Adela. Nos despedimos y cada cual seguimos nuestro particular camino como hasta entonces. La tarde soleada de últimos de mayo invitaba a disfrutar hasta el anochecer de modo que seguí avanzando buscando el rio. Me vino a la mente los ratos que pasamos en nuestra tierna adolescencia; Adela, mi hermana Inda, Maruja, Alejandro y otros amigos jugando al parchís en las tardes de verano, en el carro de su abuelo a la sombra de la tenada.Era nuestro salón de juego donde el dado danzaba de esquina a esquina del parchis ofreciendo suertes dispares mientras una mirada furtiva, inocente, se me escapaba atraída por los encantos femeninos. No quise revelar esto a Adela por pudor, pero a buen seguro, se hubiera reído lo suyo por algo tan cándido como natural. Comenzaba ya la pendiente hacia el río entre lanchas y escobas en flor. Entre cantos y peñas unas flores amarillas salpicaban los retazos de hierba. Me llamó la atención una de ellas porque en el centro de los pétalos abiertos a modo de campana invertida y del tamaño de un dedal de coser, yacía canteada una mariquita con las patitas estiradas. Me agaché para tocarla pensando que estaba muerta, pero movió dos patas y un ala; estaba durmiendo la siesta en el lecho perfumado, de terciopelo amarillo. Le pedí perdón por la molestia, la inmortalicé en una foto, y proseguí la marcha saltando de lastra en lastra hasta llegar a la cabaña ,a media ladera, desde donde se otea todo el cauce de río. La cabaña con su pétrea consistencia, permanecía impertérrita al paso de los años .Esta cabaña emblemática son las manos, la fuerza viva, los ratos bien aprovechados de los chavales que la construyeron mientras guardaban el ganado a sus diecisiete años: Melquíades, “ arquitecto” principal, José, mi hermano Isidoro y Alejandro que por desgracia nos dejó prematuramente, acarrearon piedras a sus espaldas desde los alrededores, aprovecharon la cara vertical y lisa de una peña para formar parte del muro y el cierre de la falsa cúpula por aproximación de hileras es toda una obra de arte. En una piedra de la entrada consta el año de la obra; 1966. La ubicación en un altozano desde donde se otea un amplio horizonte demuestra el dominio del terreno de estos chavales y es el marchamo que consagró su talento. A los dieciocho años emigraron como tantos otros para seguir en otras tierras con la labor de artistas para siempre anónimos.
Así es el río que me lleva y llevo. Permanecí un rato sentado en una peña al lado de la cabaña en medio del silencio que me rodeaba. Todo estaba desierto, sin gente, pero yo disfrutaba de aquel sosiego .Solo algún tímido trino se escuchaba a lo lejos. Por mi mente desfilaban las imágenes que conformaban la estampa bucólica del río vista con ojos de adolescente, del trasiego continuo de pastores, lavadoras, leñadores pescadores, a veces furtivos, cazadores y gente de paso. Se había esfumado aquella sinfonía de sonidos variopintos, sinfonía inacabada engalanada de mil colores y aromas, cuando llegada la primavera los pájaros inquietos y revoltosos hacían con sus trinos más llevadero para los adultos, el duro labrar de aquel tiempo.

Reposé mi cara entre el cuenco de mis manos y con los ojos cerrados y meditabundo volví a verme junto al río: jugando el lunes de Pascua, lavando la lana con Julia, con Pacho arreando el rebaño de ovejas, y la piara de cerdos, y haciendo cisco con mi abuelo, y con Alejandro remando, y con mi padre preparando la carga de leña para calentarnos en casa, y corriendo para ver el río rebosar el puente Robledo en una crecida. Así fuimos viajando el río y yo; unas veces juntos, otras no tanto pero siempre he vuelto para mirarme en sus aguas tranquilas y chapuzarme en ellas y, mientras mis piernas me lleven, seguiré compartiendo con él momentos felices hasta fundirme definitivamente con sus aguas y juntos deslizarnos suavemente, sin prisa, en el último viaje hasta el infinito como en el más feliz de los sueños.
Félix.

9 comentarios:

Salva dijo...

Chapeau, Félix, buen texto y fundes muy bien los tiempos. El río y su entorno forman parte de tu existencia. Lectura agradable y entretenida. Te felicito. Salva

Manuel dijo...

Fantásticos los recuerdos y sensaciones con sus matices que relatas, Felix, en este río que te lleva, que nos lleva, que llevamos todos dentro, pues muy dentro quedaron grabadas en nuestro interior, estas experiencias que tan bien rememoras. Esos sonidos, olores, paisajes, sensaciones, son los que en más de un momento te transportan a aquellas primeras sensaciones que nos quedaron grabadas y al sentirlos de nuevo nos transportan a nuestra niñez (esa edad de primeras impresiones y sensaciones) aunque solo sea por un momento.

Te recuerdo que debes ir guardando todos tus relatos, para luego, en tu jubilación, recopilar lo mucho que ya tendrás escrito y ahí, no solo tendrás el relato de tu vida, tus memorias, si no también la historia de los últimos 60 años de La Zarza. Guarda, guarda, “que quien guarda, halla” -Manolo-

Anónimo dijo...

Como buen jefe de orquesta que considero que eres,Manolo,escucho tu sugerencia y,seguiremos relatando cosas de La Zarza que a buen seguro, servirá para recordar, a unos y para descubrir,a otros ,anécdotas y sensaciones de una época y de paso,sirva de entretenimiento,espero,a nuestro amigo Salva al que agradezco sus comentarios,como siempre estimulantes.Félix.

Salva dijo...

Félix, creo que tienes potencial más que suficiente para armar una historia con todos esos recuerdos y la galería de personajes que desfilan en tus breves relatos.
Sé que es una tarea ardua y que lleva mucho tiempo.
Te lo digo con absoluta sinceridad: puedes hacerlo porque veo que te prodigas con pequeñas historias.
Tal vez sea el momento de lanzarse en una aventura más densa. Nadie aprieta y tienes aún mucho tiempo para aprovechar ese caudal de ideas que atesoras.
Con este comentario quiero animarte para que lo intentes.
Si tenemos la suerte de coincidir en verano, me gustaría compartir esa comida, hablaremos de éllo. Puedo aportar alguna sugerencia para que lo veas factible, aunque sé que es muy dificil y lo que hoy te parece decente, mañana lo verás pueril. Otras veces te parecerá que lo ha escrito un desconocido y lo encontarás cuando menos aceptable. Ese es un baremo que no ha de afectar al ánimo. Como músico que has sido, sabrás que las canciones nunca suenan igual por muy ensayadas que estén. No importa que el equipo sea el mismo y el local también. Tal vez el ánimo o las influencias, o la respuesta del público, etc.
Son mil factores que atacan la autoestima, pero con el tiempo se aprende a montar una coraza contra la exigencia personal. Salva.

Anónimo dijo...

QUERIDO PRIMO,hoy me permito dar un recorrido por la web de la Zarza,que es un gustazo y un lujo,y oor supuesto entrar en tu blog,decirte que cada vez me sorprendes más,"El rio que me lleva y llevo" pues que me encanta,cada vez observo que escribes mejor,bien escrito,con un enriquecimiento de adjetivos que dan belleza y colorido a tu texto narrativo,cuanto me gusta,se que llegaras lejos...el contenido estupendo y voy leyendo y en la lectura lo voy visualizando sin conocerlo,qué puedo pedir más?.
Haz caso a las sugerencias de Salva y Manolo,que son buenos críticos.Sigue deleitandonos...yo te lo agradezco.Tu prima Rosario Carreto

Anónimo dijo...

Caray Félix: Cualquiera de nuestra edad (no de la tuya, si de la mía que soy mayor que tu), que lea tu relato, no tiene otro remedio que volver a vivir todas las peripecias que cuentas en él. Vaya por delante que yo no soy el Paco que aparece en el comentario. Pero todas esas cosas también me han pasado a mi. Me he bañado en Singuilina. He metidos las manos bajo las piedras para sacar cangrejos,… He oído los tacos que decía Pacho cuando lo enfadaban las ovejas.
Tacos que aunque malsonantes, no eran maliciosos. Recuerdo de él (entre otras cosas) cuando venia a comer a casa, su forma de coger -agarrar la cuchara- . Siempre que le tocaba venir al pastor se cenaba patatas mecidas. “Caguen diez de barro” comentaba con frecuencia.
Buena persona como todos los mayores de aquella época.
Félix: Si me permites comentaré en tu blog un chascarrillo que recuerdo y que es muy anterior a lo que tu narras. (Si no te parece oportuno airear esto, tu mismo puedes censurarlo).
Estaba estío Eduardo en el campo guardando las ovejas y pareció por allí tu abuelo, el tío Angelin. Los dos personajes estaban siempre cargados de buen humor. Tu abuelo se llevaba muy bien con todo el vecindario.
Entonces el perro pastor del tío Eduardo se acercó al tío Angelín, que era de muy baja estura, le olió los zapatos y le orinó sobre las piernas.
Tu abuelo que no salía de su asombro se dirigió al tío Eduardo para recriminarle el comportamiento de su perro diciéndole:
¡Eduardo!. ¡Pos no ves que el tu perro ha venido a mearme los pantalones!
Y el tío Eduardo de respondió:
¡Coño Angel!!¡: ¡Perdónalo hombre¡ ¡Es que como te ha visto tan alto te ha confundido con un poste de la luz!
Saludos
(Paco)

Felix dijo...

L a anécdota que comentas ,Paco,demuestra que tanto el tio Eduardo como mi abuelo Angel tenian sentido del humor.Mi abuelo marcó mucho mi infancia porque a pesar de su baja estatura,en una época en que solia imperar la ley del mas fuerte fisicamente,era tremendamente respetado por todos,altos, bajos y de toda condición.A este respecto recuerdo que me decia,porque yo tambien era muy bajito,:"Mira hijo,no hay que avergonzarse por ser bajo,los hombres se miden por la frente"Tenia una gran sabiduria y sobre todo la alegria que me daba cada domingo con la peseta que me daba para ir al cine. Félix.

Anónimo dijo...

HOLA FELIX:GRACIAS POR ESTOS CORTOS
FANTASTICOS,LO HACES GENIAL.ME HA ENCANTADO LEERTE, TANTO...QUE HE SENTIDO EL CALOR ,EL FRIO,Y HASTA HE PODIDO SENTIR LOS OLORES DE TODO LO QUE DESCRIBES DE FORMA TAN
VIVA.GRACIAS.UN ABRAZO,VICTORIA

tere dijo...

SALUT FRERE, como siempre muy interesante todo lo que escribes y para mi un monton de recuerdos maravillosos,sigue escribiendo.te felicito por la memoria que tienes.TERE