20 octubre 2009

El dia de San Miguel

En la Zarza tuvimos durante algún tiempo dos Patronos al menos los chavales: San Lorenzo, el diez de agosto y San Miguel, el veintinueve de septiembre. San Miguel era el Patrón de la empresa que se instaló en La Zarza a un kilómetro del pueblo, durante la construcción del Salto de Aldeadávila, a finales de los años cincuenta. La empresa se llamaba “La Ibérica”. En el gigantesco taller se montaban todo tipo de estructuras metálicas destinadas en gran parte al complejo de la central hidroeléctrica.
A unos cien metros del taller se ubicaban una docena de barracones donde se alojaba gran parte del personal de la empresa, esencialmente solteros; El jefe de la empresa disponía de una vivienda amplia con su jardín en un extremo del recinto. En esta empresa firmaron su primer contrato de trabajo varios vecinos del pueblo, y en el taller aprendieron el oficio de soldador, calderero y otras artes del montaje. El director o jefe del taller, lo recuerdo como una persona muy peculiar: rechoncho, de aspecto bonachón, tranquilo y buen padre de familia, aunque para algún empleado pasara por ser demasiado autoritario y rezongón, como escuché en alguna ocasión. Terminada la escuela a los catorce años, me presenté un día en su despacho para solicitar empleo como pinche, o ayudante de algo. Me miró de arriba abajo, sorprendido supongo por mi escasa talla. Me puso la mano sobre el hombro y con un tono paternalista me dijo: ”estudia todo cuanto puedas, ya tendrás tiempo de trabajar”. Me parecía un hombre muy humano. Cada domingo y festivo, con su Renault cuatro cuatro, acompañaba a su mujer e hijos hasta la puerta de la iglesia para asistir a misa, pero él se quedaba fuera, en el coche, esperando que salieran de la iglesia. Se comentaba que era ateo, en todo caso no era católico, y era respetuoso con los demás.
Por otra parte, sorprendía que el párroco hubiera trabado gran amistad con él, pues no solía perdonar a quien no asistiera a misa, dado que ejercía de dueño y señor y no dudaba en señalar con el dedo a los infieles. Asi, cuando la techumbre del templo amenazaba desplomarse, el cura consiguió de él que le fabricara unas vigas de hierro que colocaron sus obreros y todo a cargo de la empresa. El cura era un excelente negociador y sabia conjugar a la perfección los asuntos de la fe y del dinero. Supongo que bendeciría mil veces al susodicho personaje, ateo él, cada vez que en la misa se topara con las vigas al alzar la mirada al cielo para implorar amor y paz. Aunque no lo parezca, estos detalles y comportamientos de personas venidas de otros lugares tenían un efecto catalizador y, a través del taller y sus gentes comprendíamos que había otra forma de vida fuera de nuestro entorno. Asi lo comprendimos los chavales cuando al llegar el día de San Miguel, siempre con un tiempo radiante y apacible, el jefe del taller nos invitaba a un convite. Todos los chavales emprendíamos con gran alborozo el camino que llevaba al pequeño poblado. Entrabamos en el amplio comedor por cuyos grandes ventanales se divisaba todo el ancho del paisaje vestido del ocre dominante por el largo estío, y con las ventanas abiertas por donde se colaba el sol y el aroma del campo, comenzábamos a degustar los manjares colocados en varias mesas en el centro del comedor. Lo que aun pervive en mi memoria olfativa fue la impresión que me causó al entrar en el inmenso comedor donde todo olía a comida de la buena. Toda la atmósfera estaba impregnada de ese aroma: las paredes, el mobiliario, los manteles todo, absolutamente todo, abría el apetito, aunque en aquella época, para qué engañarnos, no necesitábamos tal estimulo. Había en el fondo colgado en la pared sobre una palomilla, un televisor; el primero que veíamos, y aunque la señal no se emitía con suficiente nitidez, el famoso U.H.F nos permitía disfrutar de los dibujos animados y personajes reales entre interferencias y ruidos que invadían la pantalla. Alli descubrí que los obreros no se lavaban en palanganas sino en lavabos que tenían dos grifos; uno por donde salía agua fría como la del cántaro de mi casa, y otro que al abrirlo salía el agua ya caliente como por encanto, y descubrí también los retretes y otras cosas de la modernidad que solo el medico del pueblo disfrutaba porque se le construyo una casa con tales comodidades, aunque por ser privado yo las desconocia. Hacia 1963 concluyó la misión de la empresa y se desmanteló todo, volviendo aquel lugar, maravilloso por un tiempo, a recobrar su estado original. La esplanada del taller fue transformada en campo de futbol, donde hoy se alzan tristes y solitarias las porterías porque ya nadie juega. Una nave de ganado ocupa el llano del poblado y las ovejas de Jesús pacen tranquilamente en aquel lugar. Aquella tarde de San Miguel, nuestro segundo patrón mientras funcionó el taller, fue el descubrimiento de ese otro mundo que existía más allá de nuestro lugar y, sin duda, con el paso del tiempo, llegada la edad adulta, casi todos iríamos en su procura para descubrir a la postre, que no todo era tan maravilloso, que también había un precio que pagar para conseguir progresar y aspirar a vivir en un mundo mejor. Pero el día de San Miguel, quedará para los chavales de mi época grabado en la memoria para siempre, como uno de los días más felices de nuestra adolescencia.
Félix.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Félix siempre he tenido curiosidad por saber sobre esas casas que comentas. He visto cerca de la carretera algunas cimentaciones donde según me comentaron estaban los barracones.
No sé porqué los derribaron, creo que esas casas o barracones son parte de la historia de esa comarca. Seguramente habrá quien piense que esto es una patochada, el querer mantener esas barracas.
Yo disfrutaría si aún pudiese verlas, y lo haría con la misma intensidad con la que puedo contemplar otra obra afamada.
De ahí, de esos barracones, surgió gran parte del bienestar, poco o mucho, que luego hemos disfrutado.
Tu relato para mi ha sido positivo porque has ampliado mis conocimientos. Saludos Salva cuando nos veamos

Anónimo dijo...

Yo tambien pienso que podian haberse conservado,pero somos poco dados a proteger nuestro patrimonio,nuestra memoria.Durante los años cincuenta y sesenta,millonarios estadounidenses se llevaron las piedras de los monasterios o iglesias románicas que les vino en ganas, para instalarlas en su tierra,y asi tantas y tantas cosas.Los barracones del Salto de Aldeadávila se destuyeron también.Hubiera sido una preciosidad haber conservado,si no todos una cantidad razonable para dedicarlos al turismo,por ejemplo.Hace poco,se ha recuperado y restaurado el poblado del Salto de Saucelle y es una maravilla pasear en un lugar lleno de paz y belleza,en fin,asi son las cosas.
Félix.

Anónimo dijo...

Buen repaso-resumen, y con todo detalle, de nuestra historia reciente. Más madera para tu gran libro.
El personaje encargado de los Talleres San Miguel (TASMI) o La Ibérica, al que te refieres se llamaba, y espero que siga llamándose, Maroto. En mis recuerdos, su figura siempre va unida a su Renault 4CV
-Manolo-