Mi pueblo, mi querido pueblo, mi Zarza querida:
Vi la luz, tu luz, a finales de los cuarenta. Aun se palpaban las heridas de la guerra civil. Después vino el año del hambre, aunque para muchos el hambre duraría varios años.
Me libré del hambre pero nací con el racionamiento, el cual me afectó de plano porque tuve que compartir el pecho materno con la hija de un pastor. El padre acudía con la niña a la cita diaria arrebujado en su tapabocas para protegerse de las gélidas temperaturas del mes de enero. Pero yo siempre me quedaba con la mejor parte porque mamaba el primero.
Eran años de posguerra, de escasez, de miseria, de lucha por la supervivencia; tiempos de compartirlo todo.
Mientras tanto, el campo, nuestro hermoso campo, se cubría de generosas cosechas fruto del ímprobo esfuerzo del campesino. El labrador empuñando firme la corva mancera, dirigía el arado con mano sabia hincando profunda la reja para voltear mejor los cantos y arañar los puños de tierra que escondían, y sacarle así el máximo partido a un terreno a menudo pedregoso y poco apto para el cultivo de cereales.
A pesar de todo, con su tesón, con su fe y obstinación, se conseguían cosechas aceptables.
Se vivía pendiente del cielo. Unas escasas o excesivas lluvias podían truncar los anhelos de una abundante cosecha. Las heladas a destiempo cuando los frutos prometían en una primavera incipiente podían arruinar las esperanzas depositadas en los sembrados y árboles frutales. Y si de una y otra cosa se habían salvados los frutos, una maldita tormenta de verano podía aun diezmar la tan ansiada cosecha.
Así con mi abuelo, aprendí a mirar el cielo, a descubrir sus secretos, sus bondades y sus amenazas que, unas veces se cumplían y otras no.
Y crecí al compás de la naturaleza, como todos los hijos de esta tierra.
Y cada primavera daba un estirón, como los frutos del campo porque de ellos dependía nuestro sustento y crecíamos a la par.
Aquellos años transcurrían en” paz” y el racionamiento oficial concluido daba paso al racionamiento individual el cual, dependía ya exclusivamente de la despensa de cada hogar.
Y así, cada primavera, unos y otros intentábamos sacarle el máximo partido a los frutos. Los unos cultivando con esmero sus fincas, y los otros, los que no poseíamos tierras, cavilando para conseguir el sustento diario.
Y cada primavera, acompañado de algún amigo cuyo destino nos había hermanado, oteaba los campos henchidos de cereales y a modo de juego entrábamos en una cortina sembrada de cebada, cuyas espigas preñadas de tiernos y gruesos granos ,nos ofrecian un banquete que degustábamos hasta saciarnos tras pelar los carnosos frutos. Después seguíamos jugando, saltando paredes y buscando entre los frondosos zarzales algún nido de pimientero.
Vi la luz, tu luz, a finales de los cuarenta. Aun se palpaban las heridas de la guerra civil. Después vino el año del hambre, aunque para muchos el hambre duraría varios años.
Me libré del hambre pero nací con el racionamiento, el cual me afectó de plano porque tuve que compartir el pecho materno con la hija de un pastor. El padre acudía con la niña a la cita diaria arrebujado en su tapabocas para protegerse de las gélidas temperaturas del mes de enero. Pero yo siempre me quedaba con la mejor parte porque mamaba el primero.
Eran años de posguerra, de escasez, de miseria, de lucha por la supervivencia; tiempos de compartirlo todo.
Mientras tanto, el campo, nuestro hermoso campo, se cubría de generosas cosechas fruto del ímprobo esfuerzo del campesino. El labrador empuñando firme la corva mancera, dirigía el arado con mano sabia hincando profunda la reja para voltear mejor los cantos y arañar los puños de tierra que escondían, y sacarle así el máximo partido a un terreno a menudo pedregoso y poco apto para el cultivo de cereales.
A pesar de todo, con su tesón, con su fe y obstinación, se conseguían cosechas aceptables.
Se vivía pendiente del cielo. Unas escasas o excesivas lluvias podían truncar los anhelos de una abundante cosecha. Las heladas a destiempo cuando los frutos prometían en una primavera incipiente podían arruinar las esperanzas depositadas en los sembrados y árboles frutales. Y si de una y otra cosa se habían salvados los frutos, una maldita tormenta de verano podía aun diezmar la tan ansiada cosecha.
Así con mi abuelo, aprendí a mirar el cielo, a descubrir sus secretos, sus bondades y sus amenazas que, unas veces se cumplían y otras no.
Y crecí al compás de la naturaleza, como todos los hijos de esta tierra.
Y cada primavera daba un estirón, como los frutos del campo porque de ellos dependía nuestro sustento y crecíamos a la par.
Aquellos años transcurrían en” paz” y el racionamiento oficial concluido daba paso al racionamiento individual el cual, dependía ya exclusivamente de la despensa de cada hogar.
Y así, cada primavera, unos y otros intentábamos sacarle el máximo partido a los frutos. Los unos cultivando con esmero sus fincas, y los otros, los que no poseíamos tierras, cavilando para conseguir el sustento diario.
Y cada primavera, acompañado de algún amigo cuyo destino nos había hermanado, oteaba los campos henchidos de cereales y a modo de juego entrábamos en una cortina sembrada de cebada, cuyas espigas preñadas de tiernos y gruesos granos ,nos ofrecian un banquete que degustábamos hasta saciarnos tras pelar los carnosos frutos. Después seguíamos jugando, saltando paredes y buscando entre los frondosos zarzales algún nido de pimientero.
Y otro día de primavera saboreábamos las hojas tiernas y agrias de las acederas que crecían al pie de las paredes mirando al sol.
Y cuando los tallos tiernos de las zarzas crecían, cortábamos las puntas, los pelábamos y los comíamos mientras seguíamos retozando entre cortina y cortina guiados por no sé que suerte de instinto que nos protegía de las sustancias dañinas o venenosas. Misterio de la naturaleza. Puro instinto de supervivencia. Nunca estudiamos botánica y sin embargo éramos expertos. No poseíamos fincas pero todo el campo era nuestro. La inocencia de la infancia confiere este derecho.
Eran años de posguerra, de escasez y penuria, pero también de primaveras anunciadas cada año con el retorno de las golondrinas, y sobre todo de las cigüeñas que llenaban los hogares de niños y con ellos se fraguaba la ilusión y la esperanza de alcanzar un futuro mejor.
Mientras tanto, yo seguía jugando con Paco, con Ventura o Alejandro, y no había cerca que se nos resistiera y las saltábamos como gamos, salvo aquellas cubiertas con zarzales rozados para impedir a todos el paso. Pero aquellas zarzas resecadas con el paso del tiempo habían atraído nuestra curiosidad, ya que algunos de los gruesos tallos añejos tenían en su punta un agujero misterioso. Lo que tanto nos intrigaba quedó al descubierto cuando lo rompíamos con una piedra. Entonces, entre aquel amasijo de diminutas astillas aparecía una minúscula abeja que seguía horadando el túnel la cual, huía despavorida de entre las ruinas en lugar de acribillarnos con su aguijón como lo hubieran hecho sus hermanas mayores. Y así comenzó un nuevo juego. Como abejas saltando de flor en flor buscábamos en cada grueso tallo moribundo el objeto de nuestro juego. Para no dañarlo lo abríamos en dos mitades con el filo de una hojalata. Descubríamos entonces que el túnel unas veces estaba en fase inicial de construcción, en otras en su final donde, en su último tramo, había una serie de cavidades simétricas del tamaño de un grano de centeno. Aquellas diminutas pilas, en algunos casos estaban vacías, en otros cubiertas de miel y en contadas ocasiones aparecía una especie de larva que suponíamos se trataba de la cría, y la miel allí depositada su alimento. Habíamos descubierto un mundo asombroso en las entrañas de un tallo reseco de zarza. ¿Como habían descubierto aquellas inofensivas abejas que el lugar idóneo para construir su morada era precisamente un viejo tallo de zarza? ¿Como habían deducido que el tuétano era fácil de agujerear? ¿Que fantástico material de topografía utilizaban para horadar exactamente en el centro sin desviarse ni una milésima de milímetro en su trayectoria, entre diez y veinte centímetros? Pero también, ¿cómo habían deducido que aquellos tallos le proporcionarían el aislamiento perfecto tanto hídrico como térmico? Silencio, paz, oscuridad en el fondo de la morada cual sarcófago faraónico en las entrañas de la pirámide. Creo que no quedó en los alrededores ni un tallo sin explorar. Los diminutos paneles de miel solían ser de color rosa, crema o azul, de tonos suaves, y su sabor exquisito.
Panel sobre panel conseguíamos formar una bola del tamaño de una avellana. Orgullos mostrábamos cada cual nuestra cosecha y después la saboreábamos pausadamente mientras seguíamos jugando en una primavera de tantas que se desvanecía con la llegada del verano, que iniciábamos con la recogida del cornezuelo del centeno al que decíamos carnizuelo. Provistos de recipientes (latas y botes de conservas, fardeles o en los bolsillos), nos adentrábamos en la hoja para asaltar los campos de centeno. Escogíamos de preferencia los más gruesos .Algunas espigas tenían varios insertados. Entonces extirpábamos de su panza aquel horrible cuerno negruzco que anidaba en la espiga, devolviéndole su belleza natural.
Más de una vez le dimos un mordisco pero su sabor desagradable y su aspecto negruzco y repelente probablemente nos disuadió de masticarlo e ingerirlo. Pero lo que ignorábamos es que también era una droga; que el LSD era uno de sus principios activos y que en un tiempo muy remoto causó envenenamientos masivos al ser consumido con la harina de centeno. No sé si nos protegía el Ángel de la Guarda o el instinto de conservación, si es que son cosas distintas.
El cornezuelo transformado en medicina fue de gran utilidad en los partos y contribuyó a salvar numerosas vidas.
Así que, al vender nuestra cosecha, sacábamos unas perrillas para saciar, en parte, nuestras ansias de golosinas.
Con la llegada de la vacaciones escolares, nos sentíamos plenamente libres para retozar por el campo .Éramos unos chavales y por tanto ignorábamos el concepto de la propiedad privada, entre otras normas, o mejor dicho; teníamos nuestro propio método de aplicación.”No entres en esa cortina, no cojas las manzanas caídas, déjalas que se pudran, que el dueño tiene muy malas pulgas, insistía Alejandro. Pero claro, el derecho a no pasar hambre es un derecho supremo, o debiera serlo. De modo que sin saberlo y sin que nadie nos lo hubiera inculcado, lo reivindicábamos a nuestra manera. Entonces, jugando como siempre, apedreábamos los nogales y almendros cuyas ramas invadían el espacio del camino dejando caer sus frutos. Era nuestro espacio. Eran nuestros frutos.
Con el calor de agosto maduraron las moras que pasaron del verde al rojo y después al negro. Zarzales por doquier ofrecían toneladas de moras, de modo que seguíamos jugando esta vez elaborando el exquisito vino de mora. Machacábamos los frutos en un recipiente, pasábamos el contenido por una coladera, añadíamos azúcar y así quedaba listo para nuestro consumo el vino de mora repleto de vitaminas.
El campo nos había ofrecido, sin saberlo, una reserva de nutrientes y vitaminas indispensables para afrontar el invierno que nos aguardaba con el cierzo que agrietaba la piel, con alguna nevada furtiva, y sobre todo, con las cencelladas a congelar el aliento que, sin embargo, nos brindaban un espectáculo fascinante cuando los rayos del sol naciente encendían el inmenso campo que irradiaba una luz destellante, para despues apagarse lentamente y resucitar con el mismo esplendor a la mañana siguiente… Félix.
Y cuando los tallos tiernos de las zarzas crecían, cortábamos las puntas, los pelábamos y los comíamos mientras seguíamos retozando entre cortina y cortina guiados por no sé que suerte de instinto que nos protegía de las sustancias dañinas o venenosas. Misterio de la naturaleza. Puro instinto de supervivencia. Nunca estudiamos botánica y sin embargo éramos expertos. No poseíamos fincas pero todo el campo era nuestro. La inocencia de la infancia confiere este derecho.
Eran años de posguerra, de escasez y penuria, pero también de primaveras anunciadas cada año con el retorno de las golondrinas, y sobre todo de las cigüeñas que llenaban los hogares de niños y con ellos se fraguaba la ilusión y la esperanza de alcanzar un futuro mejor.
Mientras tanto, yo seguía jugando con Paco, con Ventura o Alejandro, y no había cerca que se nos resistiera y las saltábamos como gamos, salvo aquellas cubiertas con zarzales rozados para impedir a todos el paso. Pero aquellas zarzas resecadas con el paso del tiempo habían atraído nuestra curiosidad, ya que algunos de los gruesos tallos añejos tenían en su punta un agujero misterioso. Lo que tanto nos intrigaba quedó al descubierto cuando lo rompíamos con una piedra. Entonces, entre aquel amasijo de diminutas astillas aparecía una minúscula abeja que seguía horadando el túnel la cual, huía despavorida de entre las ruinas en lugar de acribillarnos con su aguijón como lo hubieran hecho sus hermanas mayores. Y así comenzó un nuevo juego. Como abejas saltando de flor en flor buscábamos en cada grueso tallo moribundo el objeto de nuestro juego. Para no dañarlo lo abríamos en dos mitades con el filo de una hojalata. Descubríamos entonces que el túnel unas veces estaba en fase inicial de construcción, en otras en su final donde, en su último tramo, había una serie de cavidades simétricas del tamaño de un grano de centeno. Aquellas diminutas pilas, en algunos casos estaban vacías, en otros cubiertas de miel y en contadas ocasiones aparecía una especie de larva que suponíamos se trataba de la cría, y la miel allí depositada su alimento. Habíamos descubierto un mundo asombroso en las entrañas de un tallo reseco de zarza. ¿Como habían descubierto aquellas inofensivas abejas que el lugar idóneo para construir su morada era precisamente un viejo tallo de zarza? ¿Como habían deducido que el tuétano era fácil de agujerear? ¿Que fantástico material de topografía utilizaban para horadar exactamente en el centro sin desviarse ni una milésima de milímetro en su trayectoria, entre diez y veinte centímetros? Pero también, ¿cómo habían deducido que aquellos tallos le proporcionarían el aislamiento perfecto tanto hídrico como térmico? Silencio, paz, oscuridad en el fondo de la morada cual sarcófago faraónico en las entrañas de la pirámide. Creo que no quedó en los alrededores ni un tallo sin explorar. Los diminutos paneles de miel solían ser de color rosa, crema o azul, de tonos suaves, y su sabor exquisito.
Panel sobre panel conseguíamos formar una bola del tamaño de una avellana. Orgullos mostrábamos cada cual nuestra cosecha y después la saboreábamos pausadamente mientras seguíamos jugando en una primavera de tantas que se desvanecía con la llegada del verano, que iniciábamos con la recogida del cornezuelo del centeno al que decíamos carnizuelo. Provistos de recipientes (latas y botes de conservas, fardeles o en los bolsillos), nos adentrábamos en la hoja para asaltar los campos de centeno. Escogíamos de preferencia los más gruesos .Algunas espigas tenían varios insertados. Entonces extirpábamos de su panza aquel horrible cuerno negruzco que anidaba en la espiga, devolviéndole su belleza natural.
Más de una vez le dimos un mordisco pero su sabor desagradable y su aspecto negruzco y repelente probablemente nos disuadió de masticarlo e ingerirlo. Pero lo que ignorábamos es que también era una droga; que el LSD era uno de sus principios activos y que en un tiempo muy remoto causó envenenamientos masivos al ser consumido con la harina de centeno. No sé si nos protegía el Ángel de la Guarda o el instinto de conservación, si es que son cosas distintas.
El cornezuelo transformado en medicina fue de gran utilidad en los partos y contribuyó a salvar numerosas vidas.
Así que, al vender nuestra cosecha, sacábamos unas perrillas para saciar, en parte, nuestras ansias de golosinas.
Con la llegada de la vacaciones escolares, nos sentíamos plenamente libres para retozar por el campo .Éramos unos chavales y por tanto ignorábamos el concepto de la propiedad privada, entre otras normas, o mejor dicho; teníamos nuestro propio método de aplicación.”No entres en esa cortina, no cojas las manzanas caídas, déjalas que se pudran, que el dueño tiene muy malas pulgas, insistía Alejandro. Pero claro, el derecho a no pasar hambre es un derecho supremo, o debiera serlo. De modo que sin saberlo y sin que nadie nos lo hubiera inculcado, lo reivindicábamos a nuestra manera. Entonces, jugando como siempre, apedreábamos los nogales y almendros cuyas ramas invadían el espacio del camino dejando caer sus frutos. Era nuestro espacio. Eran nuestros frutos.
Con el calor de agosto maduraron las moras que pasaron del verde al rojo y después al negro. Zarzales por doquier ofrecían toneladas de moras, de modo que seguíamos jugando esta vez elaborando el exquisito vino de mora. Machacábamos los frutos en un recipiente, pasábamos el contenido por una coladera, añadíamos azúcar y así quedaba listo para nuestro consumo el vino de mora repleto de vitaminas.
El campo nos había ofrecido, sin saberlo, una reserva de nutrientes y vitaminas indispensables para afrontar el invierno que nos aguardaba con el cierzo que agrietaba la piel, con alguna nevada furtiva, y sobre todo, con las cencelladas a congelar el aliento que, sin embargo, nos brindaban un espectáculo fascinante cuando los rayos del sol naciente encendían el inmenso campo que irradiaba una luz destellante, para despues apagarse lentamente y resucitar con el mismo esplendor a la mañana siguiente… Félix.
5 comentarios:
Mi querido primo,termino de abrir el ordenador y como lo he tenido casi abandonado unos dos meses,pues los he pasado en Villarino, he ido inmediatamente a tu blogger, para echar una ojeada y me encuentro con "Recuerdos...." Que lindo relato, lindo por tu forma de transcribir esas vivencias de tus años de infancia ,con tanto realismo,con tanto detalle, que de verdad su lectura me situa con una facilidad asombrosa en aquellos tiempos, que yo no recuerdo, ni creo sabría plasmar ,me encanta leerlo y adentrarme en tu vida de niñez, de juventud cuando tuviste que lanzarte casi a la aventura en busca de trabajo...las descripciones son impecables, vaya como ha cambiado la vida Felix, ahora que los frigos estan repletos de todo y en aquellos tiempos metiendose en los sembrados y poder coger unas espigas, que relato más bello.Me encanta todo lo que escribes, cada día mas.ROSARIO CARRETO
Gracias,prima ,por tus comentarios,siempre cariñosos.Me alegro que disfrutes;en cierto modo cuando cuentas historias es para disfrutar y hacer disfrutar,y si se consigue,pues misión cumplida.Cierto es que fueron años duros,sin embargo,contrasta la ilusion y la alegria de vivir de aquellos años con la pasividad y el pasotismo de ahora,al menos yo lo veo asi.Quizás tenga mucho que ver la forma de conseguir las cosas, que entonces era a base de mucho esfuerzo y sacrificio,y ahora
estos valores están por los suelos.
Félix.
Fantástica tu forma de recordar aquellos tiempos. Con estos recuerdos tan detallados nos haces niños, volvemos a nuestra niñez. Dime, pues tengo dudas, la ubicación exacta de la portada de la foto.
-Manolo-
Bueno,pues yendo del comecio de Eulalia hacia el Torreón,enfrente de la casa de Belisario está la del tio Manuel deshabitada desde hace muchisimos años,pues a la derecha en un rinconcito bien discreto,alli está,Manolo. Saludos.Felix
Félix, como otros relatos anteriores, queza patente como nos impregnan los recuerdos de adolescencia. Demuestran tener una memoria prodigiosa. Después de tantos bandazos debe de ser difícil recordar esos pequeños detalles con tanta precisión. Te emplazo a que continúes, si te parece oportuno, con tus aventuras parisinas.
Un abrazo, Salva
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