Recuerdo aquella tarde
remota que caía serena como dulce melancolía
Las chimeneas en mi
aldea fumaban al unísono en el crepúsculo incipiente, mientras el fuego en la
cocina freía el huevo fresco de la gallina que había picoteando en la calle la
sustancia de un tiempo de postguerra, de esperanza y de alegría de vivir.
Era aquel huevo puro,
puesto con amor en el nial, el alimento sano y sabroso que iba a degustar el
niño que crecía y reía al amor de la lumbre, huevo que alimentaba al pastor que
regresaba al pueblo con el haz de leña para freír ese huevo del amor.
El sol como yema de
huevo se hundía en el horizonte dando paso al recogimiento, al descanso bien
merecido para soñar en la alcoba con huevos y tortillas y soles de primavera y
besos dulces de peladillas de bautizo bañadas en el amor de los sueños dulces
que alimentaban los días de pan escaso para seguir soñando.
Recuerdo aquella tarde
remota que caía serena como dulce melancolía.
Se repartía el pan en
la sagrada cena que era la representación exacta y prolongación diaria de la
imagen de la Santa Cena que colgaba del muro de todas las alcobas encaladas,
imagen que no era sino un asidero vital y piadoso en el discurrir de los días
grises de gallinas peregrinas azotadas por el cierzo que criaba sabañones y de perros
callejeros ateridos buscando aposento al abrigo de la helada en la noche
incipiente.
Recuerdo aquella tarde
remota que caía serena como dulce melancolía.
Se degustaba con
deleite y se mordía con suavidad y devoción el pan candeal, elaborado con amor
y cocido en el horno con leña o retama. Era el pan alimento puro de los campos
abonados con estiércol natural cuyo olor purificado por la brisa se tornaba
agradable cuando el campesino hundía el arado y acariciaba la tierra agarrado a
la mancera para dibujar los surcos rectos de la rectitud del arte, del gusto
por el trabajo bien hecho, rectos como velas devotas de Semana Santa, rectitud
de la vida que se abrazaba con la ilusión de sembrar el pan nuestro de cada
día.
Recuerdo aquella tarde
remota que caía serena como dulce melancolía, y tú, viajero en este mundo de
luminarias navideñas que alumbran los rostros sonrientes de suflé chispeante,
te preguntarás por qué hoy, los viejos que vivieron aquel tiempo de trabajo
duro y de pan escaso, tú, viajero sagaz cautivado por el oropel festivo, te
preguntarás el porqué de su longevidad.
No
hay secreto, ni misterio, querido viajante; la naturaleza nos regala lo mejor
de sus entrañas salvajemente generosa, pero la avaricia y la usura desbocadas,
la soberbia, la vanidad también, acaba contaminándolo todo: los alimentos, el
amor, la alegría de vivir con la esperanza renovada cada día que sale el sol,
porque la inseguridad de perderlo todo ensombrece y amenaza nuestra paz interna
para someternos al dictado del estrés pernicioso y de obesidades mórbidas de
alimentos contaminados e insalubres, todo edulcorado con el sabor adictivo para
seguir consumiendo el producto elaborado con fines de lucro insaciable. ¿Te extraña
que seamos ese producto?
Recuerdo
aquella tarde remota que caía serena como dulce melancolía.
1 comentario:
Saludos,
-Manolo-
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