30 marzo 2009

La vara de la vida

Cuantas veces nuestra vida está íntimamente ligada a los utensilios que hemos usado para labrar el devenir de cada cual, el sustento y la forma de vida que, a fin de cuentas, es parte inseparable de nuestra propia identidad.
Puede ser el caso del pintor con su pincel, del escritor con su pluma, del peluquero con sus tijeras y así con tantas y tantas otras formas de actividad.
Para el pastor, en este caso concreto (imagen de la foto) su inseparable compañera fue y es la cayada aunque ahora por razones de manejo y de peso sea sustituida par una vara que, para los efectos es lo mismo; pues como diría el poeta, en el ocaso de la vida lo mejor es ir ligero de peso.
Lo que permanece pues, es el vinculo inseparable entre el pasado más o menos remoto y el presente a través de esa vara empuñada, acariciada entre sus manos. La vara es la prolongación de un hábito adquirido con la cayada, hábito tan arraigado que es ya parte inseparable de la persona.
Este hombre que dedicó la mayor parte de su vida al cuidado del ganado lanar, pasea después de muchos años de jubilación, sin prisas, al ritmo del tiempo, con su inseparable vara que hace girar entre sus manos para sentir su presencia ,para seguir unidos como siempre. Puede parecer una rutina pero es un lenguaje que solo él entiende porque se forjó a través de los años cuidando el ganado.
La cayada fue cómplice en cada paso, en cada suspiro, en cada momento de cólera blandiéndola al viento, en cada momento de fatiga o de reposo, compañera de caminos polvorientos durante el estío, siempre compañera en cada estación del año, cumpliendo fielmente en cada paso con su función. Asi a través de los años se forjó ese vínculo entre el objeto y la persona unidos ya por un mismo destino .
El pastor salía de casa con las alforjas al hombro o el zurrón y la manta, según la temperatura, sin olvidar la cayada. Su utilidad se ceñía a las circunstancias del momento. Unas zarzas se cruzaban en el camino, ¡zas! la cayada abría el paso. Un cordero, oveja o carnero eran difíciles de atrapar; la cayada era la prolongación del brazo y con su empuñadura corva alcanzaba la pata o el pescuezo neutralizando el animal. Habia que recorrer largas distancia; la cayada colocada en la zona lumbar, paralela al suelo y con ambos brazos anclados en los extremos, servia de apoyo y relajación para toda la espalda. Lo mismo si se colocaba sobre los hombros. Que un animal se aproximaba amenazante; la cayada lo disuadía por las buenas o por las malas. Que un abrevadero tenia carámbano; unos golpes con la cayada y resuelto el problema. Espetada en el muro de la cabaña servia de percha para colgar la manta o cualquier objeto. Ante un terreno encharcado o cenagoso; la cayada tanteaba el terreno ofreciendo la posibilidad de avanzar o no. Y en los momentos de reposo, llegada la primavera y el verano, servia de tercera pierna apoyándose en ella, lo mismo cuando sentado en alguna piedra con las manos y el mentón sobre la empuñadura ofrecía un momento más de relajación.
A lo largo del día y en cada momento, la cayada era la amiga inseparable compensando la soledad, marcando el ritmo de cada paso, produciendo y reproduciendo distintos sonidos que se escribían en el pentágrama invisible del tiempo; golpeando una rama por aquí, un zarzal por allá, mientras el tiempo fluía y las horas pasaban marcando el compás hasta el regreso al hogar. Regreso que en las tardes de invierno se hacia acompañado de un haz de leña a la espalda sujeto con la cayada apoyada en el hombro. De modo que la cayada era la compañera inseparable hasta la puerta de casa.
Así discurrieron los días, los meses y los años de toda una vida dedicada al pastoreo, compartida con la naturaleza y su cayada.
Por eso, resulta fácil comprender que esa vara empuñada, acariciada, no es más que un querer seguir sintiendo las sensaciones que los sentidos sellaron al paso de los años y que permanecen vivos en el crepúsculo de la vida.
Por eso, esa vara aferrada a sus manos es algo más que un trozo de madera.
Félix.

3 comentarios:

Salva dijo...

Buen relato, Félix, hay que ver para cuánto da una significativa fotografía. Le sacas todo el jugo posible. Sigue así, nos entretienes con tus apreciaciones. Cualquiera puede ver a un hombre caminar distendido, pero tras ese caminar van detrás como una sombra invisible todas las consecuencias que detallas. saludos Salva

Anónimo dijo...

Suscribo punto por punto todo lo que según Félix representa una simple cayada; por haberla manejado también. Y todos esos detalles minuciosamente explicados se realizan con la vara ó el cayado inconscientemente, por acto reflejo y se hacían tan necesarios que a veces cuando se salía sin esta herramienta a cuidar del ganado parecía que faltaba algo, como si faltara la manta, el paraguas ó la bolsa. Incluso en ocasiones por no llevarla encima costaba un disgusto; por ejemplo al no conseguir detener el rebaño cuando éste corría hacia el del vecino. "¡Es que estos que vienen sin palo es como si no vinieran a nada!" se solía decir.
De cuándo en cuándo, el cayado también servía para traerte la cena a casa; el día que eso se lograba solía arreglar todo lo negativo que hasta esa hora había pasado.
Agustin

Manuel dijo...

Nunca La Zarza real ni la virtual estuvo tan bien relatada, comentada, informada, historiada. Con plumas como las vuestras, Félix, Salva y con Agustín en lo más apegado a la tierra, a las esencias mismas del pueblo, nos teneís enganchados a vuestros blogs. Tal es mi caso.
Espero que vayáis guardando, archivando vuestros escritos por si más adelante, cuando os jubiléis, queréis publicar vuestras memorias tenéis la mitad hecho, o algún descendiente quiere saber más de vosotros. O algún zarceño quiere investigar sobre el pueblo en esta época...
-Manolo-